Han pasado más de cuatro décadas desde aquel 23 de febrero de 1981, cuando el teniente coronel Antonio Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados armado y dispuesto a dinamitar una democracia aún frágil. Aquel golpe de Estado fallido no fue un espectáculo teatral ni un capítulo pintoresco de nuestra historia reciente, como a veces parece insinuarse en ciertos discursos o representaciones. Sin embargo, hoy asistimos a un preocupante ejercicio de banalización que reduce el franquismo y sus coletazos, como el 23-F, a poco más que una atracción de parque temático: algo curioso, lejano, casi folclórico. Y esto no solo es un error histórico, sino una forma de minimizar lo que fue y lo que pudo haber sido.
El franquismo no fue un régimen amable ni una dictadura de opereta. Durante casi 40 años, España vivió bajo un sistema de represión brutal, censura asfixiante y negación sistemática de derechos fundamentales. Miles de personas fueron ejecutadas, encarceladas o exiliadas; la disidencia se pagaba con sangre, y la libertad era un lujo que pocos podían siquiera soñar. El golpe del 23-F no fue un arrebato aislado de unos nostálgicos desorientados, sino un intento real de resucitar ese pasado oscuro, de devolver al país a la casilla de salida. Que fracasara no significa que debiéramos olvidarlo o tratarlo como una anécdota simpática. Sin embargo, a veces da la sensación de que se nos invita a mirarlo con una mezcla de condescendencia y distancia, como si fuera una pieza de museo sin peso ni relevancia.
Esta banalización resulta aún más chocante cuando se compara con la vehemencia con la que se condenan otras dictaduras contemporáneas, como la de Venezuela. No pretendo aquí defender el régimen de Nicolás Maduro, cuyos abusos y desmanes son innegables, pero sí señalar una incoherencia que chirría: hay quienes se rasgan las vestiduras por lo que ocurre en Caracas mientras miran con indulgencia —o incluso nostalgia— los crímenes del franquismo.
¿Acaso no merece la misma condena un régimen que dejó fosas comunes, que silenció generaciones y que marcó a fuego la historia de España? La dictadura de Franco fue, en muchos sentidos, más dura y letal que lo que hoy vemos en Venezuela, y sin embargo, parece que algunos prefieren tratarla como un recuerdo difuminado, casi entrañable, en lugar de enfrentarla como lo que fue: una tragedia histórica.
Esta doble vara de medir no solo es injusta, sino peligrosa. Cuando se trivializa el franquismo como si fuese un cuadro costumbrista, o se reduce el 23-F a un episodio de intriga sin consecuencias, se corre el riesgo de anestesiar a la sociedad frente a lo que significó perder la democracia. Tejero no entró al Congreso para montar una performance; lo hizo para imponer un orden autoritario que muchos, en aquel momento, aún añoraban. Hoy, mientras algunos lo convierten en meme o lo caricaturizan hasta despojarlo de su gravedad, olvidamos que la democracia no es un regalo eterno, sino una conquista que puede deshacerse si bajamos la guardia.
Es hora de dejar de tratar el 23-F y el franquismo como si fueran un parque temático, con sus atracciones y sus souvenirs para unos y otros. No lo fueron. Fueron una advertencia, un recordatorio de lo que puede pasar cuando el autoritarismo encuentra grietas por las que colarse. Condenar otras dictaduras con furia mientras se dulcifica la nuestra no solo es hipócrita; es una forma de negar nuestra propia historia. Y quien olvida su pasado, ya se sabe, está condenado a repetirlo.