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64 viviendas pagadas por la Unión Europea
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(Foto: DALL·E ai art)

64 viviendas pagadas por la Unión Europea

Por Rafael M. Martos
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jueves 06 de marzo de 2025, 06:00h

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Como andaluz, he crecido en una tierra que es puente entre dos continentes, crisol de culturas y testigo de siglos de mestizaje. Por eso, cuando me preguntan si me siento europeo, la respuesta no surge con la contundencia que podría esperarse, ni en un sentido, ni en otro. Andalucía, históricamente marginada y vista como la frontera sur de Europa, carga con el peso de una Unión Europea (UE) construida desde los intereses y las dinámicas de los países centronorteuropeos. Esta realidad, que nos sitúa en los márgenes del proyecto comunitario, alimenta una sensación de lejanía, incluso de recelo mutuo. Pero, ¿es posible reconciliar esta desafección con los beneficios tangibles que la UE ha traído a nuestra tierra?

La UE nació como un pacto entre economías industrializadas del corazón continental, con una visión que priorizaba la estabilidad monetaria, el libre mercado y la cohesión entre vecinos geográficamente privilegiados. Los pueblos del sur, incluidos los andaluces (recuerdo al peneuvista Xabier Arzallus criticando al socialista Felipe González por "querer ser europeo con maneras andaluzas"), llegamos después... después de que nos quemaran los camiones en la frontera francesa con las mismas acusaciones que ahora se hacen desde aquí a los marroquíes (afortunadamente, nosotros no hacemos lo mismo que nos hicieron), y no siempre fuimos recibidos con los brazos abiertos (recuerdo cuando entrevisté al entonces europdiputado andalucista Diego de los Santos, y me hablaba de aquella soledad fría de esas tierras, del menosprecio que notaba por parte de alemanes, holandeses o británicos). Nuestra realidad, marcada por la agricultura, el turismo y brechas estructurales heredadas, chocaba con los rígidos criterios de Bruselas. Las políticas de austeridad durante la crisis de 2008, por ejemplo, ahondaron las heridas de un territorio ya castigado por el desempleo y la falta de inversión.

A esto se suma un problema democrático: los ciudadanos europeos elegimos un Parlamento que carece de iniciativa legislativa plena, mientras que la Comisión Europea, verdadero núcleo de poder, sigue siendo un órgano opaco, designado por los gobiernos estatales. ¿Cómo sentir pertenencia a un proyecto donde las decisiones se toman lejos, entre tecnócratas cuyos nombres desconocemos?

Sin embargo, sería injusto negar el impacto transformador de los fondos europeos. En Almería, hace poco se inauguró una promoción de 64 viviendas sociales financiada casi en su totalidad con dinero comunitario. El gobierno central, la Junta de Andalucía y el ayuntamiento aportaron fondos, pero la base provenía de los programas de cohesión de la UE, pero ese dato prácticamente pasó desapercibido y todas las administraciones presentes se pusieron medallas, cuando lo único que han hecho es proponer un proyecto y ejecutarlo... que no es poco, pero quien ha pagado es Europa. Este proyecto, que cambia vidas, es solo un ejemplo de cómo Europa ha sido un motor económico para el sur. Sin esos recursos, difícilmente habríamos cerrado brechas en infraestructuras, educación o innovación agrícola.

El problema es que este esfuerzo colectivo rara vez se comunica. Así, la ciudadanía percibe la UE como un ente lejano y burocrático, obsesionado con regular el tamaño de los pepinos o la curvatura de los plátanos, mientras ignora sus aportes vitales.

Aquí surge una contradicción: quienes denuncian la ineficacia de la UE suelen ser los mismos que se oponen a ceder soberanía para fortalecerla. Exigen que Europa actúe con una voz única en defensa, migración o política exterior, pero se indignan si Bruselas sugiere armonizar impuestos o garantizar derechos sociales básicos. Quieren una Unión poderosa, pero sin que eso implique perder competencias de los Estados. Es un círculo vicioso: la UE no avanza porque los Estados miembros la ahogan con sus vetos, y luego se la acusa de ser irrelevante.

Es decir, quienes se burlan del ridículo papel del Parlamento Europeo y critican que gobiernan las "élites", son los mismos que rechazan empoderar esa Cámara, y miran para otro lado cuando logran colocar en la Comisión a los suyos. Critican ceder soberanía a la UE, pero se dejan caer en una OTAN que controla únicamente EEUU.

La cuestión no es si la UE es perfecta —no lo es—, sino si estamos dispuestos a reformarla. Andalucía necesita una Europa más democrática, donde el Parlamento tenga voz real y se escuche a las regiones que la conforman, y los ciudadanos sientan que su voto decide algo más que el color de las sillas en Estrasburgo. Pero también requiere una Europa más solidaria, que no trate al sur como un socio menor, sino como un pilar esencial de su identidad.

Si la UE desapareciera, Andalucía no se "comería un colín", como bien dice el refrán. Perderíamos acceso a mercados, fondos y protecciones que hoy damos por sentadas. La alternativa no es el aislamiento, sino trabajar por una Unión que escuche a sus periferias, que equilibre el rigor fiscal con la justicia social, y que reconozca que su grandeza está en su diversidad.

Como andaluz, no renuncio a mi identidad y a criticar lo que no funciona. Pero tampoco olvido que, en un mundo de gigantes como Chinam Rusia o Estados Unidos, nuestra voz solo resonará si suena en coro. Europa no puede ser un proyecto ajeno, porque es una herramienta muy poderosa. De nosotros depende.

Rafael M. Martos

Editor de Noticias de Almería

Periodista. Autor de "No les va a gustar", "Palomares en los papeles secretos EEUU", "Bandera de la infamia", "Más allá del cementerio azul", "Covid19: Diario del confinamiento" y "Por Andalucía Libre: La postverdad construida sobre la lucha por la autonomía andaluza". Y también de las novelas "Todo por la patria", "Una bala en el faro" y "El río que mueve Andorra"