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Alfonso: el gladiador de Lubrín

martes 21 de abril de 2020, 12:53h

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Alfonso: el gladiador de Lubrín





Cuando suena el tono de un “wasap” en el teléfono móvil debemos estar preparados para cualquier cosa. Puedes recibir una carita de emoticono que sonríe, llora o vomita; un video absurdo de un gato saltando o una de esas estadísticas falsas que solivianta en estos tiempos de alarma. Pero, también, te pueden llegar noticias terribles, como la muerte de un amigo entrañable. Las nuevas tecnologías tienen eso; antes, en los pueblos, si te acercabas a las gruesas puertas de madera sin barnizar donde pegaban con esparadrapo las esquelas mortuorias ya sabías a qué ibas o, los más mayores, cuando oían en Radio Popular unas campanitas y la potente voz de “Pototo” decir “Necrológica”, los cuerpos se preparaban para lo peor.

Ahora te enteras de las tragedias cercanas con un infernal aparato que, aún sin hilos, nos tiene enganchados como marionetas. Así, con un “wasap” de Dani, me ha llegado la injusta muerte –porque si todas las muertes son injustas, ésta aún lo es más- de mi antiguo compañero y amigo Alfonso Carmona Fernández.

Alfonso, que fue director de las oficinas de Cajamar en Lubrín, Ciudad Jardín y Zapillo, vivió toda su vida como un gladiador. En el trabajo, superando con gallardía los objetivos que se dictaban gracias a su forma de entender la labor: proximidad, confianza y el buen hacer dentro del respeto a la entidad. Elegantemente exigente pero flexible; refinadamente estricto pero comprensivo. Derrotó a la crisis del 2008 con la sagacidad de un viejo sabio; luchando, como su amado Atleti de Madrid tumbó al campeón de Europa.

“Nene, es que soy de Lubrín”, respondía con esa mezcla irónica, tan suya, de euforia y alivio cuando había que aplaudir su trabajo o una buena operación comercial. Aquél que transfiere su mérito laboral en los valores innatos de su tierra, de sus orígenes, tiene ganado de por vida el título de “hijo adoptivo”, aunque no figure en registro oficial alguno. Para Alfonso, su pueblo era sinónimo de escape; de paraíso, de amor, de libertad. El elíseo familiar. Y el patrón San Sebastián y su procesión de las roscas… eso ya era una cosa inenarrable, indescriptible.

Fallecer siempre inyecta un reguero incontenible de tristeza. Y ahora, que no nos dejan aferrarnos a la última despedida, esa pesadumbre se hace más ácida, más inefablemente dolorosa. Sobre todo en él, que supo derrotar en una larga “Champions League” a lo que los periodistas clásicos llamaban “la traidora enfermedad”. Por eso digo que, en todo, fue un luchador, un gladiador. Solo la mala suerte ha tenido la desfachatez de arrebatárnoslo y auparlo demasiado pronto a la cuadriga del más allá. Alfonso, tu muerte es el comienzo de tu inmortalidad. Descansa en paz.