Nadie discute que D. Adolfo es teólogo prestigioso, y magnífico conferenciante. Ahora bien, acerca del ya emérito Obispo de Almería hemos leído comentarios que oscilan entre la lisonja y la censura. Pienso que aún no procede un juicio histórico sobre el recién terminado episcopado de Mons. González Montes. Ese balance riguroso requiere tiempo, máxime con la tormenta de acontecimientos que en el último año ha descargado. Mucho hemos sufrido y reflexionado, al darnos de bruces con una dura e ignota -aunque sospechada- realidad. Sin embargo, no es justo mirar atrás y computar sólo datos negativos. Quien ha puesto serenidad ha sido la voz fraterna de Mons. Antonio Gómez Cantero -como el tomillo, que cuanto más se pisa, mejor huele-: “Hoy damos gracias a Dios por el septuagésimo obispo de nuestra diócesis, D. Adolfo González Montes, y por su tarea y misión entre nosotros. Ahora a nosotros sólo nos toca dar gracias: por sus desvelos, por sus enseñanzas teológicas y pastorales, por sus proyectos, que tantos quedarán entre nosotros y mantendrán su memoria.
Somos la Iglesia del Señor, en la que D. Adolfo ha llevado el timón durante casi 20 años. Una iglesia que ha crecido en momentos nada fáciles de cambios e incertidumbres sociales. Él ha luchado para que fuera una gran diócesis, como en las épocas de mayor esplendor, y para que no mermara o disminuyera durante su pontificado.
Por todo ello damos gracias a Dios y también a D. Adolfo” (Alocución en la despedida de D. Adolfo, Catedral, 18-XII-2021).
En ese sentido, quiero compartir unas sencillas vivencias positivas con Mons. González Montes, porque son personales y, a fuer de reales, forman parte de esta historia.
A la llegada de D. Adolfo, un servidor estaba embarcado en una obra titánica: restaurar el tejado de un templo interesante, con una peculiaridad única en la diócesis. El problema estaba en ser un lugar deshabitado, con feligresía ocasional. Había conseguido notable ayuda de las administraciones local y provincial. Y -si mal no recuerdo- una buena ayuda del Obispado, 500.000 pesetas (3.000 €) que solían dar entonces -por cada ejercicio- tras algunos años de no recibir cantidad alguna. Forjé un plan. A su debido tiempo, propuse al Obispado entregarnos lo correspondiente a dos ejercicios, en concepto de préstamo. Con ello, y las ayudas públicas, podría realizar la obra. Cual no sería mi sorpresa cuando, pasadas unas semanas, recibí la concesión de lo solicitado a la Curia, a título de subvención. En realidad, mi plan tenía más voluntad que solvencia, porque tardaría bastante en devolver lo prestado. D. Adolfo lo captó. Me animó recibir ese espaldarazo.
En unos días se cumplen mis primeros seis años como capellán de las Clarisas. Lo que voy a reseñar es cómo al abordarme D. Adolfo, al inicio de la fiesta de S. Esteban, me soltó: ‘Padre Escámez, luego nos vemos que tenemos que hablar.’ Debí poner cara de: ‘¿qué he roto ahora?’ cuando enseguida añadió, afablemente: ‘Es bueno.’ Me tranquilizó solo en parte, pero me agradó que al Obispo le importara mi preocupación.
Hasta ahora he observado una actitud leal y libre con mis obispos. Tengo que decir que nunca me ha pasado factura, ni con D. Rosendo ni con D. Adolfo. Otros tienen una experiencia muy distinta, pero debo valorar la tolerancia de D. Adolfo con mis críticas. Baste un dato. En una sesión de cierto organismo diocesano, manifesté mis reservas frontales al proyecto presentado por el Prelado, con una sólida razón. Solo yo expresé una negativa. A los pocos días recibo mi designación episcopal como miembro del Consejo del Presbiterio. Lo chocante es que la designación episcopal suele recaer en los más afectos colaboradores.
Y una anécdota. En el haber de D. Adolfo destaca su cuidado por la liturgia. Cosa inusual, porque los intelectuales suelen descuidarla. Con ello -obviamente- también ha hecho el bien. En la última Misa de difuntos que Mons. González Montes ofició en la Catedral, el pasado noviembre, participaba una señora, trabajadora de un conocido bar. Al concluir esa bella liturgia en fecha tan emotiva, la buena mujer se acercó al celebrante, para expresar su sentir: “¡Qué Misa más hermosa! Pero no le conozco, padre. ¿Cómo se llama usted?”. Recibió una respuesta inesperada: “¡Gracias! Me llamo Adolfo, soy el Obispo.”
Termino. Tras la segunda intervención disciplinar pontificia, pensé en cómo se sentiría D. Adolfo. Ante todo, soy católico, pastor, confesor. Le puse un mail: ‘En las actuales circunstancias quiero decirle dos palabras: gracias y prosiga. Gracias por su entrega. Y prosiga su investigación y docencia. Dejar un oficio no debe implicar quedar mano sobre mano. Puede hacer mucho aún por la gloria de Dios, por la Iglesia y por la salvación de las almas’ (30-V-2021). No serían tan inadecuadas mis palabras cuando el actual Deán intervino en idéntico sentido en la despedida oficial a Mons. González Montes, el 18-XII-2021. (Se trata de una enseñanza de S. Juan Pablo II, Carta a los ancianos, 1-X-1999, nn. 7,12.13; del mismo papa en la Exhortación Apostólica Pastores Gregis, 16-X-2003, n. 59. Se regula en CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos ‘Apostolorum Succesores’, 22-II-2004, n. 225ss.) En esa despedida oficial, pude saludar a D. Adolfo; procuré motivar mis palabras de ánimo con un pensamiento de Julián Marías, del que enseguida acusó recibo: ‘Viejo es el que no tiene proyectos.’ Así sea.