A raíz de varios de los artículos motivados por el COVID19 en los que abordaba la poca transparencia de los datos suministrados por el Gobierno central desde que se hizo con el poder absoluto que le concede el Decreto de Estado de Alarma, he mantenido conversaciones por wasap, en Facebook y en Twitter con lectores a quienes ha sorprendido conocer lo que contaba, otros que estaban de acuerdo con mi análisis, y otros que –como resumen de posturas- criticaban que me fijara en esas minucias, cuando lo importante –decían- es “arrimar el hombro”.
La pregunta con la que contestaba a sus comentarios, es si para ellos resulta importante o no que los datos sean ciertos, es decir, si objetivamente es necesario conocer el número real de personas contagiadas, y también el de personas fallecidas por COVID19, y si pedir que haya transparencia y rigor en éstos, es caer en minucias, y no arrimar el hombro.
La cuestión, como he pretendido trasladar a algunos de los lectores, es que si desconocemos la magnitud del problema, difícilmente vamos a poder encararlo del modo adecuado. Es decir, que si no sabemos si en la actualidad hay 200.000 personas contagiadas como apuntan las fuentes oficiales, o siete millones como indican algunas proyecciones matemáticas (como la Universidad de Oxford entre otras), es evidente que las decisiones sanitarias y políticas a adoptar no son las mismas.
Vuelvo a recordar datos ya publicados, como que la gripe, en la última temporada en España, teniendo vacuna, contabilizó 800.000 contagios oficiales y 15.000 muertos; y si a día de hoy los contagiados por COVID19 no llega a los 170.000 y los fallecidos son 16.500, extraemos la conclusión de que el nuevo virus no es tan contagioso como la gripe, pero sí mucho más mortífero. Ahora bien, si atendemos a los siete millones de contagios, aunque aumentemos al doble los muertos por esta causa (el incremento en defunciones en estas fechas es mayor al que se justifica por COVID19, por lo que o son más pero no se les ha confirmado como tales, o hay una ola de fallecimientos extraños), podemos deducir que esta enfermedad es mucho más contagiosa que la gripe, pero mucho menos letal.
Es decir, son dos escenarios completamente distintos para la toma de decisiones políticas y sanitarias, y la respuesta ante ellos no puede ser la misma. No es igual prever 50.000 personas hospitalizadas que prever 200.000, no es lo mismo prever que el 50% acaben en la UCI, que prever que lo hará el 90%.
No se trata, como me recriminaba un lector que “a nadie le importa si faltan 100 o 200”, sino de la magnitud de la crisis, de si lo que tenemos ante nosotros es una tormenta de verano, un ciclón tropical, o un tsunami, porque si lo trasladamos a la economía, no es igual que el desempleo se incremente en 100.000 personas, a que lo haga en un millón, las medidas han de ser necesariamente muy distintas para atajar el problema.
Pero si a esto se le añaden los cambios de criterio a la hora de contabilizar a los afectados, puede hacernos sospechar que aquí pasa algo raro.
Si la Junta de Andalucía ofrecía de modo diario un cuadrante con datos provincializados, y cuando el Gobierno central asume las competencias también en comunicación, se cambian los criterios, y después vuelven a modificarse, el asunto chirría. ¿Por qué unas veces se provincializa distinguiendo entre los que están en UCI y en planta, y otras no? ¿Por qué unas veces se diferencia entre curados y altas hospitalarias, y otras no?
Me preguntaba un indignado lector “¿Está usted con los que quieren echar mierda o está por la labor de salir de esto y luego arreglamos cuentas?”, y mi respuesta fue otra pregunta: “Usted viaja en un coche que no conduce, pero ve que quien va al volante se pone a 200Km/h y va directo a un muro ¿usted es de los que le animarían a apretar, de los que se callaría para arreglar cuentas después de estrellarse, o de los que avisaría que así no vamos bien?”
Y sí, personalmente soy de quienes desde su lugar en esta sociedad –el mío es el periodismo- desean arrimar el hombro, pero no para trasladar féretros en los entierros, sino para sostenernos entre colegas en pie, tras una fiesta descomunal.