No sé ustedes, pero yo aún tengo grabadas en la retina las imágenes de la devastación que dejó la DANA hace unas semanas. La naturaleza, esa madre sabia que nos da todo lo que necesitamos, también puede ser una furia desatada. Y cuando se enfada, ¡ay de nosotros! En la Comunidad Valenciana, más de 200 vidas se apagaron y el paisaje se transformó en un escenario digno de una película de terror. Me cuesta creer que ese mar Mediterráneo, que tantas veces he visto brillar desde mi ventana en Almería, pueda convertirse en un monstruo capaz de arrasar con todo.
Recuerdo una tarde de verano en la playa de San José, donde las olas susurraban promesas de calma y felicidad. Allí estaba yo, riendo con mis amigos mientras el sol nos acariciaba la piel. Nunca pensé que esas mismas aguas pudieran convertirse en un torrente implacable. Pero claro, la naturaleza no entiende de risas ni de días soleados; ella tiene su propio calendario y a veces decide recordarnos quién manda aquí.
Y ahora, dos semanas después del caos, otra DANA está al acecho. Esta vez parece que hemos aprendido algo. Las alertas han sonado con antelación, las evacuaciones se han llevado a cabo y las clases se han suspendido. ¡Qué alivio! Pero me pregunto: ¿realmente hemos cambiado? ¿O es solo el eco del miedo lo que nos empuja a actuar? Porque si hay algo que sabemos hacer bien los humanos es olvidar. Olvidamos las lecciones aprendidas cuando el peligro se disipa y volvemos a nuestra rutina como si nada hubiera pasado.
En Almería, donde el sol brilla casi todo el año y la vida transcurre entre tapas y risas, a veces olvidamos que estamos sentados sobre un volcán (literalmente). La tierra temblorosa bajo nuestros pies puede recordarnos su poder en cualquier momento. Mis abuelos solían contarme historias sobre inundaciones antiguas en el río Andarax; relatos que parecían sacados de un cuento pero que eran tan reales como las almendras amargas del campo almeriense.
Así que aquí estoy, reflexionando sobre esta montaña rusa emocional entre la tragedia reciente y la tranquilidad engañosa del día a día. Me gustaría pensar que esta vez será diferente; que no dejaremos pasar por alto las señales ni volveremos a caer en la trampa del “esto nunca me pasará”. Pero también sé cómo somos: optimistas por naturaleza y olvidadizos por elección.
Así que les propongo un pacto: disfrutemos del sol almeriense y nuestras playas hermosas, pero mantengamos siempre un ojo alerta hacia el horizonte. Porque cuando menos lo esperemos, esa calma puede romperse con una tormenta feroz y recordarnos quiénes somos realmente: unos simples mortales ante el poder indomable de la naturaleza.
Cada vez que escucho el sonido del viento entre los pinos o veo cómo las nubes se acumulan sobre Sierra Nevada, me acuerdo de lo frágil que es nuestro mundo. Así que sí, celebremos nuestras tradiciones almerienses con alegría, pero no olvidemos nunca mirar al cielo con respeto... porque nunca sabemos cuándo puede llegar otra DANA para poner todo patas arriba.