Se habla mucho del "derecho a techo" en el debate sobre la vivienda, pero poco —o nada— del "derecho a tumba". Es paradójico.
El tema ha cobrado relevancia en El Ejido, donde el portavoz del PSOE, José Miguel Alarcón, planteó en el último pleno la necesidad de crear un cementerio musulmán, algo que no es nuevo pero que sigue sin materializarse. Lo notable no es la propuesta en sí —coincidió en su necesidad el alcalde del PP, Francisco Góngora—, sino que el único desacuerdo, casi anecdótico, fuera su ubicación. En una provincia con un 14% de población inmigrante, mayoritariamente magrebí, resulta lógico que surja esta demanda, y no tiene por qué ser El Ejido el lugar de instalación. Pero más allá de la coyuntura local, el asunto revela una realidad incómoda: España, país de tradición católica —por mucho que las iglesias tenga poca afluencia, los matrimonios sean escasos y los divorcios abundantes—, sigue arrastrando una mirada estrecha hacia la diversidad religiosa y cultural, incluso cuando esta forma parte ya de su identidad.
Góngora también puso sobre la mesa un detalle no menor, y es que los cementerios municipales son públicos, no están adscritos a ninguna confesión religiosa, por lo que la fe de cada cual y los ritos que conlleve, son generalmente aceptados. Podemos mirar a Ceuta y Melilla, y también está el caso de Granada entre otros.
Los datos no mienten. Más de la mitad de los musulmanes en España son ciudadanos españoles. Ya sean residentes, nacionalizados o hijos de familias arraigadas aquí, su derecho a ser enterrados conforme a sus creencias debería ser incuestionable, tanto si son católicos, como si son judíos o musulmanes. Sin embargo, la falta de espacios adaptados obliga a muchas familias a repatriar restos a sus países de origen, un proceso costoso y emocionalmente desgarrador cuando el proyecto de vida ya es un realidad a este lado. Esto no solo afecta a la comunidad inmigrante; también a musulmanes conversos, un grupo invisible en este y otros debates. Personas nacidas en familias cristianas que, en algún momento, abrazaron el islam y hoy reclaman lo mismo que cualquier otro ciudadano: respeto.
Es curioso que, en un país que se enorgullece de su pluralismo, aún sorprenda que el islam forme parte de su historia desde hace siglos. Y es que el primer "rey de España" fue musulmán, Abderramán I, proclamado Rex Spaniae en el 716. Sin embargo, persiste un prejuicio que reduce lo musulmán a lo "foráneo", ignorando esa parte indisoluble de nuestra identidad colectiva.
La discusión sobre el cementerio en El Ejido debería ser un punto de partida, no un fin. No basta con asignar un terreno; hay que cuestionar por qué, en pleno siglo XXI, sigue siendo excepcional que las administraciones prioricen este derecho. La muerte, al igual que la vivienda, es un asunto de justicia social. Negar un espacio digno para el duelo es una forma de violencia institucional, una manera de decirle a ciertos colectivos: "Ustedes no pertenecen".
La verdadera humanidad —sin apellidos— exige garantizar que nadie, ni en vida ni en muerte, sea tratado como ciudadano de segunda.
Todos, sin excepción, moriremos algún día, y sin embargo, la Constitución española, ese texto que pretende blindar los principios esenciales de nuestra convivencia, guarda silencio sobre algo tan íntimo y universal como el descanso final. No se trata solo de un vacío legal, sino de una omisión simbólica: ¿qué dice de una sociedad que garantiza derechos en vida pero olvida la dignidad en la muerte?
El "derecho a tumba" no es solo una cuestión logística o religiosa; es un espejo de los valores que defendemos. Si queremos una sociedad inclusiva, empecemos por reconocer que la dignidad no termina con el último latido.