Como periodista, me encuentro en una encrucijada moral que me hace reflexionar sobre el poder de la palabra escrita. La reciente publicación del libro "El odio", que narra la vida de José Bretón, ha desatado un torbellino de opiniones y emociones. Y estoy en medio de este debate, preguntándome: ¿puede un libro usarse como arma para prolongar la violencia vicaria?
Recuerdo a mi abuela contándome cuentos antes de dormir; sus relatos eran como caricias para el alma. Pero también sé que esas mismas palabras pueden ser afiladas como cuchillos si se utilizan con intenciones oscuras. En el caso de Bretón, su libro parece tener esa doble cara: por un lado, la libertad de expresión; por otro, la posibilidad de infligir más dolor a quienes ya han sufrido tanto.
La pregunta que me ronda es si este texto no es más que una extensión del control que Bretón ejerció sobre Ruth y sus hijos. La violencia vicaria no solo se manifiesta físicamente; también puede perpetuarse a través de las palabras. No puedo evitar recordar a una amiga que sufrió años de maltrato psicológico; cuando finalmente logró liberarse, se dio cuenta de que las palabras hirientes seguían persiguiéndola. Así que, ¿hasta qué punto puede un libro convertirse en una extensión de ese sufrimiento?
Por supuesto, hay quienes defienden la libertad de expresión hasta el final. Argumentan que prohibir un libro es censura y atenta contra uno de los derechos fundamentales en nuestra sociedad democrática. Pero también debemos considerar el impacto emocional que puede tener en las víctimas y sus familias. En una conversación reciente con mi madre sobre este tema, ella me decía: “Las palabras pueden curar o herir; depende de quién las use”. Y tiene razón.
Es difícil encontrar un equilibrio entre proteger la libertad individual y salvaguardar el bienestar colectivo. Creo firmemente que debemos ser responsables con lo que compartimos y cómo lo hacemos.
Estoy atrapada entre mis principios periodísticos y mi empatía hacia aquellos afectados por la violencia vicaria. ¿Qué hacer entonces? Tal vez deberíamos abrir espacios para discutir estos temas sin miedo a represalias ni censuras. Lo que realmente importa es cómo usamos nuestras palabras: para sanar o para herir.
Aunque "El odio" pueda parecer solo un libro más en las estanterías almerienses, su contenido tiene el potencial de reavivar viejas heridas y perpetuar ciclos dañinos. Como periodista y como ciudadana comprometida, creo que debemos cuestionarnos constantemente qué tipo de legado queremos dejar con nuestras palabras y nuestras historias.