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Frente al suicidio, Dios

Por Juan Antonio Moya Sánchez
jueves 10 de febrero de 2022, 16:08h

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A partir de algunos hechos que han acontecido recientemente, me han pedido que escriba sobre el suicidio desde la perspectiva psicológica y espiritual. Se trata de una realidad tan compleja y delicada que me abruma. Soy consciente de la imposibilidad de poder abarcar las distintas variables implicadas en este fenómeno, por lo que me voy a limitar a señalar solo algunos aspectos que conviene tener en cuenta.

La decisión de poner fin a la propia vida, por más que en ocasiones quiera presentarse como un acto voluntario, tendremos que admitir que responde a una grave alteración interna de la persona, ya que se procede contra el impulso más primario que es el instinto de supervivencia. En la psicología clínica se presta atención a los distintos tipos de trastornos y el riesgo de suicidio que conlleva cada uno de ellos, desde la adicción a determinadas drogas hasta los perfiles de personalidad mórbidos. Incluso la forma elegida para morir varía sustancialmente de un trastorno a otro.

No es, pues, la depresión, la única patología que puede poner en peligro la vida misma del paciente. De hecho, los pensamientos suicidas no llegan a hacerse presentes en algunos casos de depresiones, aunque hay una estrecha relación con ella, dado que el 50 % de los suicidas padecía depresión. Por tanto, cuando hay una alteración importante del estado de ánimo, para detectar la probabilidad de que se pueda llevar cabo una acción autolítica, hay que evaluar el grado de desesperanza en el sujeto. Entre los instrumentos de medida con los que contamos los profesionales de la salud mental, la escala de desesperanza es la que predice con mayor fiabilidad el riesgo de suicidio.

En esta línea, los estudios realizados han puesto de manifiesto el papel positivo que juega la religión en el descenso estadístico de los casos, encontrándose los católicos, judíos y musulmanes significativamente por debajo de la media. De aquí podemos extraer dos conclusiones: primera, que haber encontrado un sentido trascendente a la existencia, junto a la convicción de que Dios es el único que puede disponer de la vida humana, tiene un enorme poder disuasorio; y segunda, que, aun contando con un soporte religioso contra el vacío existencial, nadie está libre de padecer un fuerte desequilibrio interno que le haga caer en un estado de desesperanza, e incluso de desesperación extrema.

Ante esta situación, toda vez que conocemos el dato, tan revelador como alarmarte, de que el riesgo de suicidio afecta al 1 % de la población general y al 10 % de la población con problemas de salud mental, conviene centrarse fundamentalmente en la prevención, lo que comporta prestar especial atención a la educación y a procurar un adecuado desarrollo emocional en los primeros años de vida, máxime si tenemos en cuenta que el suicidio es la cuarta causa de muerte entre los jóvenes de 15 a 19 años. La progresiva pérdida de lazos humanos en la sociedad actual y la desestructuración familiar, convierten a la persona, por falta de apoyos sociales, en un ser todavía más vulnerable. Si a esto le sumamos el enaltecimiento del bienestar como el principal objetivo de una cultura hedonista, y, en consecuencia, la satisfacción de los apetitos como necesidad imperiosa, estamos reuniendo todos los ingredientes para que, al presentarse una circunstancia angustiosa, la baja tolerancia a la frustración, haga que la vida sea percibida como algo insoportable.

Potenciar las interacciones humanas de calidad, contar con una profunda vida espiritual, evitar expectativas irreales al tiempo que se cultiva la reciedumbre y la fortaleza, asumiendo las renuncias y los sacrificios, aceptando el sufrimiento que sea inevitable, como parte consustancial a la existencia humana y estableciendo hábitos saludables que ayuden a mantener cierto aliciente, son medidas muy eficaces frente al fatalismo de desearse la muerte.

El psiquiatra austriaco Viktor Frankl, en su libro “El hombre en busca de sentido”, deja claro que incluso en las situaciones límites más penosas, como las que se vivieron en los campos de concentración, el ser humano tiene la capacidad de sobreponerse y encontrar un sentido que le ayude a afrontar los sucesos con entereza y dignidad.