Recuerdo una tarde de verano en Almería, cuando el sol se escondía tras la Sierra de Gádor y el aire olía a sal y a chiringuito. Estaba con unos amigos en la playa de San Miguel, riendo y compartiendo anécdotas sobre nuestra infancia. Uno de ellos, un alma inquieta y rebelde, empezó a contar cómo, de pequeño, había robado un paquete de galletas del supermercado. "¡Era solo un paquete!", decía entre risas, pero en su mirada había algo más profundo. Me hizo pensar en esa frase que me persigue desde que la leí: "El mal es siempre posible, pero nunca es inevitable", de Hanna Arendt.
Arendt, esa filósofa que nos dejó una reflexión tan potente sobre la banalidad del mal, parece haber capturado en sus palabras algo que resuena en nuestras vidas cotidianas. En nuestra ciudad, donde los contrastes son palpables —la belleza del mar frente a las sombras de un pasado complicado— me pregunto si realmente nacemos buenos o si el entorno nos va moldeando como el viento hace con las olas.
En Almería hemos sido testigos de lo mejor y lo peor. Desde las historias de solidaridad que surgen en momentos difíciles hasta los ecos de un pasado marcado por conflictos sociales. ¿Acaso no vemos ejemplos de maldad que surgen no solo por decisiones individuales sino también por estructuras sociales que permiten que ciertas conductas florezcan? Pienso en las veces que he visto a jóvenes perderse en el camino por falta de oportunidades o por influencias negativas; eso me lleva a creer que la maldad no es innata, sino adquirida.
La psicología contemporánea tiende a ver al ser humano como un lienzo en blanco. Y yo me pregunto: ¿qué colores estamos utilizando para pintar ese lienzo? En mi círculo cercano hay quienes creen firmemente que cada niño nace con una chispa de bondad. Mi hermana pequeña, por ejemplo, siempre ha tenido un corazón enorme; recuerdo cómo se pasaba horas ayudando a los abuelos del barrio con sus compras. Pero también conozco historias tristes de niños que crecen sin amor ni guía, atrapados en entornos hostiles donde el mal parece ser la única salida.
Una vez escuché a mi abuela decir: "La gente no nace mala; se vuelve mala". Su sabiduría popular me hace reflexionar sobre cómo las experiencias pueden transformar nuestro carácter. En Almería, donde la comunidad suele estar muy unida (a veces demasiado), he visto cómo un gesto amable puede cambiar el rumbo de alguien perdido. Recuerdo a un amigo que estaba sumido en problemas personales; fue el apoyo incondicional de su grupo lo que le ayudó a salir adelante.
Escribo estas líneas mientras miro al mar Mediterráneo desde mi ventana. La brisa suave trae consigo recuerdos y reflexiones sobre el bien y el mal. La realidad es compleja; cada uno tiene su propia historia y sus propias batallas internas. Tal vez lo único inevitable sea nuestra capacidad para elegir: elegir amar o dejarse llevar por la indiferencia; elegir construir puentes o levantar muros.
En este rincón del mundo donde vivo, creo firmemente que podemos hacer la diferencia. El mal puede acechar siempre como una sombra al acecho, pero nunca será inevitable si elegimos actuar con empatía y compasión. Así que sigamos riendo en nuestras playas almerienses y recordemos siempre que cada acto cuenta; porque al final del día, somos nosotros quienes decidimos qué huella dejamos en este mundo lleno de posibilidades.