Qué tiempos aquellos en los que para conseguir un empleo se exigían cosas tan retrógradas como “experiencia”, “formación” o, ya puestos a pedir, “presentarse a trabajar”. ¡Qué anticuados éramos! Por suerte, en la España moderna y regeneradora que algunos han construido con tanto esmero, el ascenso social se basa en méritos mucho más nobles: tener un contacto en el Ministerio, ser íntimo de un exsecretario de organización, o, en casos de extrema cualificación, demostrar que uno sabe deletrear su nombre sin ayuda.
Recientemente, hemos descubierto que la administración pública es un hervidero de talento… o, más bien, de talentos selectivos. Jessica Rodríguez, amiga íntima del exministro José Luis Ábalos (sí, ese que por su complexión atlética, su bonita cara, su don de palabra, su estilo... se tenía que quitar de encima a todas las chicas del catálogo de Koldo), llevaba años cobrando religiosamente de empresas públicas sin haber pisado jamás la oficina. Lo único que le preguntaron en la entrevista -que le hizo el hermano de Koldo, que a saber qué méritos debió aportar para ocupar tal puesto- fue si sabía leer y escribir. Menos mal que no le pidieron un máster en Harvard, porque con el nivel de exigencia que hay, hasta un loro podría ser director general si repite “coalición progresista” tres veces sin equivocarse.
Pero no se preocupen, esto no es un caso aislado. La cosa mejora. Resulta que el hermano de un presidente de gobierno Pedro Sánchez, cobraba de la Diputación de Badajoz que, según confesó él mismo ante un tribunal, no solo no sabe dónde está, sino que tampoco tiene claro para qué servía su cargo ni a qué se dedica la Oficina de Artes Escénicas que dirigía. ¿Director de una oficina de artes escénicas? ¡Qué más da! Lo importante es que el dinero llegue a la cuenta aunque esté en Portugal, no que uno entienda qué demonios está dirigiendo. ¿Acaso Picasso necesitaba saber dónde estaba su lienzo? ¡El arte es etéreo!
Y luego está Koldo, el hombre orquesta de este circo. Este individuo, cuyo currículum incluye ser portero de discoteca y, al parecer, experto en transporte público por haber viajado en metro alguna vez, fue colocado en dos consejos de administración de empresas estatales. Claro, ¿para qué contratar a ingenieros o economistas cuando puedes tener a un tipo que sabe abrir puertas y cerrar tratos con la misma soltura? Su secreto: la lealtad. Un valor que, al parecer, cotiza más alto en la bolsa de lo público que la competencia profesional.
Lo más gracioso —o trágico— es que todo esto huele a manual de autoayuda para políticos caídos en desgracia: “Cómo colocar a tus amigos en puestos clave (y que nadie note que son unos ineptos”. Y mientras, el ciudadano de a pie sigue pagando impuestos para financiar este reality show, donde el único requisito para ganar es tener el número de teléfono adecuado en la agenda.
Pero tranquilos, no es malversación. ¡Jamás! Es solo una forma innovadora de redistribuir la riqueza. ¿Que no hay control? ¡Tonterías! Aquí lo que hay es una fe inquebrantable en la honradez de los cargos públicos. ¿Que el hermano de no-sé-quién cobra por un trabajo fantasma? Es un adelanto a cuenta de futuros servicios… que quizá nunca lleguen. ¿Que Koldo no tiene ni idea de transporte? ¡Imaginen lo que habría hecho si supiera algo!
La pregunta que nos queda es: ¿en manos de quién estamos? ¿De una casta política que usa lo público como su hucha particular? ¿De una partitocracia donde el nepotismo es el pan nuestro de cada día? O quizá, simplemente, de unos vividores que han convertido el Estado en su cortijo personal, mientras nos venden la moto de la “regeneración democrática”.
Lo alarmante no es solo que ocurra, sino que nadie se rasgue las vestiduras, porque ni tan siquiera hablamos de la legión de asesores -muchos ficticios- que se contratan a dedo, que de esos ya mejor ni hablar. ¿Cuántas Jessicas, Koldos y hermanos fantasma habrá por ahí, cobrando nóminas por respirar? Y lo peor: ¿cuántos más saldrán a la luz antes de que alguien diga “esto es un escándalo” sin soltar una risita nerviosa?
Seguiremos pagando. Porque en este país la meritocracia es solo una palabra bonita para rellenar los discursos. Lo que de verdad importa es tener un amigo en el sitio adecuado. Y saber leer… aunque sea opcional.