Esta mañana unos seis millones de españoles en edad de trabajar se han levantado sin tener un sitio donde hacerlo. A esa cifra aproximada (la nueva mentira de estos tiempos es la estadística, sobre todo cuando tenemos la certeza de que el mentiroso más flagrante de España está al frente del Gobierno) hay que sumar la de todos los que han comenzado este día y semana en ese bucle de tristeza y frustración que hemos dado en llamar ahora “fatiga pandémica” y que tiene a millones de compatriotas sumidos en una inercia de desorientación y pena por los destrozos que esta situación está causando a diario en sus afectos, hábitos y certezas. No me extenderé mucho más en la descripción de lo que usted tan bien conoce, pero permítame compartir una pregunta que llevo haciéndome desde hace unos días. ¿Qué pensarán todas estas personas del espectáculo de intrigas y mercadeo de cargos y puestos que están protagonizando algunos políticos en mitad de toda esta tragedia?
Cuando los economistas alemanes de finales del S.XIX empezaron a usar el concepto “subdesarrollo” se limitaban a describir la falta de riqueza, de servicios o la incapacidad de producir bienes, y así lo conocimos y estudiamos durante años, pensando en algunos países o regiones del mundo. Pero el término no incluyó el factor que en este comienzo del S.XXI empieza a ser tan determinante como la falta de carreteras, fabricas o saneamientos. Me refiero al subdesarrollo democrático que provoca una clase política catapultada de la nada al gobierno y la gestión pública, sin haber pasado más trámite o flitro que la abnegada militancia vertical o, ahora también es un factor clave, la no menos esforzada militancia horizontal.
Yo no sé qué más tendría que pasar en España para no empezar a considerar con criterios de emergencia nacional la conveniencia de modificar el sistema electoral y evitar la configuración de gobiernos inestables y claramente incapaces por medio de una simple segunda vuelta que evite mayorías frágiles que tengan la llave de su equilibrio en manos de miembros -y miembras- de partidos de ideario brumoso o sencillamente inexistente, sin más oficio ni beneficio que la compraventa de su apoyo al que menos escrúpulos demuestre con tal de alcanzar o mantener el poder.
Con la que está cayendo, dedicarse a urdir estrategias de sustitución y cambio de gobierno en lugar de centrarse en agilizar la lentísima campaña de vacunación es, probablemente, el mejor retrato del subdesarrollo democrático que padecemos en España. Por lo tanto, disfruten de lo votado, de lo mocioncesurado o de lo pactado bajo la mesa o sobre el colchón. Y no se quejen: tenemos menos de lo que realmente nos merecemos.