El pasado domingo, el Real Madrid recibió en su casa al colista de la Liga, la UD Almería, en un partido que se esperaba fuera un paseo para los blancos (aunque casi todos fuesen negros). Sin embargo, lo que se vio en el campo fue una sorpresa para muchos: el Almería plantó cara al Madrid, le jugó de tú a tú y estuvo a punto de dar la campanada. Solo la intervención del árbitro, que anuló un gol legal al Almería y dio por bueno uno dudoso al Madrid, impidió que el equipo andaluz se llevara un merecido empate o incluso una victoria.
No soy aficionado al fútbol, ni mucho menos, pero me gusta ver los partidos que tienen algo de emoción y de intriga, y más allá de eso, porque como suele suceder, éstos concitan a amigos y es una buena excusa para echar un rato. Y este tenía de todo. Me gustó ver cómo el Almería, con humildad y coraje, se atrevió a desafiar al Madrid, con su plantilla de estrellas y su presupuesto millonario. Me gustó ver cómo el Almería puso en aprietos al Madrid, con su juego previsible y desordenado, según comentaban mis contertulios. Me gustó ver cómo el Almería, con su afición entregada y orgullosa, hizo temblar al Madrid, con su afición soberbia y nerviosa.
Pero lo que no me gustó fue ver cómo el árbitro, con su criterio arbitrario e injusto, decidió el resultado del partido, con sus decisiones polémicas y favorables al Madrid. No me gustó ver cómo el árbitro, con su silbato y su banderín, robó la ilusión al Almería, con sus goles y su esfuerzo. No me gustó ver cómo el árbitro, con su poder y su influencia, benefició a quien estaba sentenciado que debía vencer, ya desde antes de comenzar la contienda.
Y lo que me pareció ridículo a más no poder, fue ver cómo el Madrid celebró el triunfo con gestos de alivio y su euforia. Me pareció ridículo ver cómo el Madrid, con su arrogancia y su prepotencia, festejó el resultado, con su alegría y su júbilo. Me pareció ridículo ver cómo el Madrid, con su superioridad, se conformó con el resultado obtenido ante el peor equipo de la Liga. ¿Para eso ha quedado el Madrid?
Permítanme que lo lleve a mi terreno, el político, porque me recordó a lo que pasó en las elecciones del 13 de julio, cuando el Partido Socialista perdió ante el Partido Popular, pero se creyó ganador gracias al apoyo de los grupos de izquierda e independentistas. Me recordó a cómo María Jesús Montero, la ministra de Hacienda, aplaudió desenfrenada en la sede socialista de la calle Ferraz, como si hubiera logrado un gran éxito.
Me anticipó a cómo Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno, nos dirá que el Tribunal Constitucional da el visto bueno a la Ley de Amnistía, después de saber que ese árbitro ni siquiera necesitará mirar el VAR para tomar su decisión.
Me pareció que el Madrid, como el PSOE, se olvidó de la realidad, de que el partido demostró que hasta el Almería podía ganarles, y eso les deja en pésimo lugar, hasta el punto de celebrarlo como si se tratase de una gigantesca proeza deportiva. Igual que el PSOE celebra su propia debilidad, su dependencia de otros.
Yo también vi el partido, y también vi las elecciones.