La apuesta por una ley de amnistía como eje central de la legislatura se presenta no solo como una jugada audaz, sino también como un recorrido lleno de obstáculos y dilaciones. La aprobación de tal ley, lejos de ser un proceso expedito, se antoja un viaje sinuoso a través de las complejidades parlamentarias y los cálculos electorales.
Desde su investidura en noviembre, Pedro Sánchez era consciente de que la supervivencia de su mandato pendía de un hilo, condicionada por el éxito o fracaso de la mencionada ley. Tras cuatro meses de negociaciones y tensiones, se ha conseguido un acuerdo que, si bien ha sorteado la barrera del Congreso, se enfrenta ahora al escrutinio del Senado. En esta cámara, dominada por la oposición del PP, se prevé que la ley encuentre un escollo significativo, retrasando su aplicación efectiva hasta finales de la primavera o inicios del verano. Será entonces cuando también se despeje la incógnita electoral en Cataluña, tras el adelanto de elecciones provocado por la parálisis presupuestaria.
En este contexto, Sánchez deposita su confianza en Salvador Illa, cuya figura se erige como la apuesta del PSOE para reconquistar Cataluña. Frente a él, el independentismo catalán se juega mucho más que unas elecciones; se juega la posibilidad de mantener una hegemonía política que se vio sacudida cuando Carles Puigdemont, hace casi siete años, abandonó su cargo huyendo de la justicia.
Este panorama refleja la complejidad de la política española, plagada de incertidumbres. La ley de amnistía, por tanto, se convierte en el símbolo de una legislatura que camina sobre la cuerda floja, con la mirada puesta en un futuro que, aunque incierto, es inevitablemente definitorio para el rumbo del país.