Cuando se navega en aguas inciertas, lo mínimo que se espera es una mano firme en el timón, una guía clara que dirija el rumbo. Sin embargo, en algunos momentos, la pregunta inevitable que surge es: “¿Hay alguien al timón?”. Esta expresión se convierte en un eco constante en la mente de aquellos que observan, con desconcierto, cómo el barco parece moverse sin dirección, como si las corrientes lo arrastraran sin resistencia y la brújula estuviera rota o, peor aún, ignorada.
En la vida pública, especialmente en tiempos de crisis o transformación, la ausencia de un liderazgo visible y efectivo es como un faro apagado en plena tormenta. Las decisiones parecen diluirse en un mar de contradicciones, donde cada cual, movido por su propia agenda, remolca el navío hacia su propio destino sin considerar la ruta trazada –si es que alguna vez existió una–.
Lo más inquietante es que, en estos casos, el caos no proviene tanto de la falta de ideas como de la ausencia de una visión común que las articule. Las instituciones, al igual que la tripulación de un barco, necesitan coordinación y propósito. Sin ellos, el timón queda a la deriva, y cada cual decide remar en una dirección diferente. No hay un mapa claro, ni una estrella polar que guíe el camino. ¿El resultado? Una navegación errática que amenaza con llevar al naufragio.
Desde la cubierta, los pasajeros –en este caso, la ciudadanía, los votantes y los no votantes– se aferran al pasamanos, confundidos y preocupados. Algunos gritan órdenes desde la distancia, otros, resignados, observan cómo las olas se vuelven cada vez más altas. Mientras tanto, el timonel permanece invisible, o quizá se encuentra atrapado en alguna disputa interna sobre cuál debería ser el curso. Se escuchan rumores de descoordinación, de voces que se alzan con propuestas dispares, de planes que se anuncian con bombo y platillo, solo para desinflarse poco después en un océano de incertidumbre.
La ironía radica en que todos parecen estar de acuerdo en que la tormenta es real y que se necesita un puerto seguro. Pero cuando es el momento de tomar decisiones, de ajustar las velas y de marcar el rumbo, el silencio se hace ensordecedor. En ese vacío, la pregunta resuena con más fuerza: “¿Hay alguien al timón?”.
El riesgo de esta situación es evidente: sin una dirección clara, el barco no solo pierde tiempo valioso sino que también corre el peligro de encallar en cualquier escollo. Los días pasan, las corrientes cambian, y lo que antes era una travesía desafiante pero manejable, puede transformarse en un desastre total. Y cuando finalmente se busca al responsable, lo único que se encuentra es una rueda girando sola, en medio de una tripulación que se pregunta, desconcertada, quién debía estar guiando.
En momentos como estos, el liderazgo no es solo deseable, es imprescindible. Necesitamos a alguien que tome el timón, que inspire confianza y que, sobre todo, tenga un plan. Porque si bien las tormentas no siempre se pueden evitar, un capitán -o una capitana- competente sabe cómo atravesarlas. La duda sobre si alguien está al mando, no solo socava la confianza, sino que también alimenta el desconcierto y la desesperanza.
Es crucial recordar que un barco sin timonel es un barco destinado a la deriva, y en política, como en la navegación, la indecisión y la falta de dirección pueden tener consecuencias catastróficas. Entonces, la próxima vez que nos preguntemos “¿Hay alguien al timón?”, deberíamos reflexionar sobre la importancia de la coherencia, la planificación y, sobre todo, mirar a nuestro alrededor para evitar que todos esos barcos, en el que vamos nosotros, y en el que viajan los demás, acaben estrellándose unos contra otros porque ninguno tiene timonel.