Donald Trump nunca ha sido un político convencional. Ni siquiera un político, si nos ponemos estrictos. Su estilo siempre ha sido más el de un vendedor agresivo, de esos que te meten una aspiradora que no necesitas con un descuento que tampoco existe. Bajo su célebre lema "America First", lo que en realidad se escondía era "Trump First", y de ahí al "Business First" había un paso. Un pequeño paso para un empresario, pero un gran salto para alguien que llegó a la Casa Blanca.
El caso de Groenlandia es un ejemplo perfecto de su mentalidad empresarial disfrazada de geopolítica. “Queremos comprar Groenlandia”, dijo, como quien anuncia que va a adquirir un nuevo yate. Ni consultas diplomáticas, ni tratados, ni soberanías. Groenlandia, rica en recursos naturales (desde petróleo a minerales "raros" que sirven entre otras cosas para las tecnologías de los móviles) y estratégicamente ubicada, no era para él un territorio con habitantes y cultura, sino un pedazo de terreno a subastar. Dinamarca, que administra este territorio autónomo, no se lo tomó a risa. Pero para Trump, no había bromas: no era un disparate, era un negocio.
Luego está su peculiar relación con México. Ahora quiere cambiarle el nombre al Golfo de México, olvidando -eso es mucho decir, porque más bien es ignorancia grave- que no es él quien puede poner o quitar esas denominaciones acordadas en instancias internacionales. Dijo que construiría un muro y que los mexicanos lo pagarían. Lo primero quedó a medias, lo segundo nunca ocurrió. Pero entre amenazas de aranceles y chantajes, consiguió tensar al máximo las relaciones entre vecinos. ¿El resultado? Beneficios directos para sus amigos de la industria armamentística y contratistas privados, a costa del bolsillo de los contribuyentes estadounidenses. Al fin y al cabo, lo importante no era la seguridad fronteriza puesto que él ya fue condenado por usar a inmigrantes ilegales en sus negocios inmobiliarios, sino el dinero que se movía alrededor del proyecto.
Panamá tampoco escapó de su radar. Quiere quitarles el canal porque no le gusta los precios que cobran por pasar por él, y usurparlo es, para él, mejor que negociar. Sus vínculos con proyectos inmobiliarios en el país centroamericano, incluyendo el polémico Trump Ocean Club, mostraron que lo de "America First" era un eslogan flexible, sobre todo si el negocio olía a billetes fuera de casa.
Y qué decir de su obsesión con Canadá, un país tranquilo, que se supone aliado, pero al que trató como a un vecino molesto al que muchos norteamericanos admiran. Las renegociaciones del TLCAN (ahora T-MEC) parecían menos sobre proteger la industria estadounidense y más sobre ganar una partida de póker personal, donde las fichas eran empleos y aranceles.
Así, lo que vendió como patriotismo fue, en realidad, puro oportunismo. Trump no ve países ni territorios, ve balances y cheques. La política es simplemente una extensión de su imperio empresarial, y los contribuyentes estadounidenses, los accionistas forzosos de una empresa que sólo beneficiaba a su junta directiva: él mismo, su familia y sus amigos de siempre.
Lo de "America First" tenía su gracia como lema electoral, pero en la práctica quedó claro que no era más que una cortina de humo para lo que realmente le interesaba: los negocios. Y no los de Estados Unidos, sino los suyos. Groenlandia no se vendió, México no pagó el muro, y Canadá sigue ahí, frío e imperturbable. Pero Trump, como buen comerciante, siempre encontrará algo que vender. O alguien a quien comprar.
Pero lo peor es que haya quien siga creyendo que para él, América es lo primero.