A la muy almeriense por nombre y apellido, la diputada en el Congreso por Vox, Rocío de Meer, le horroriza que un niño nazca en un pueblo de Zamora después de 18 años sin alumbramientos. ¿La razón? Se llama Ayoub. No importa que ese nacimiento sea una esperanza para un pueblo que se apaga, que sus padres trabajen y vivan allí, que ese niño pueda ser el primero de una nueva generación que evite la despoblación. Lo que le molesta a la diputada de Vox es el nombre... y con él, su raza y su religión... que no su nacionalidad: española (o tal vez sea eso, que pueda llamarse Ayoub, ser de padres de origen extranjero, no ser cristianos, no ser blanquitos... ¡y aún así, ser españoles!). No se llama como ella quiere. No encaja en su imaginario excluyente, en el que es capaz de atribuir una maldad congénita a un bebé, a un inocente bebé... igual que el Herodes de la Biblia.
Pero qué curioso que alguien con el apellido De Meer, de evidente origen neerlandés, se arrogue la autoridad para decidir quién es lo suficientemente español. La ironía no ha pasado desapercibida en redes donde tan prolífica es la diputada desencadenando sus indigestas opiniones, hasta el punto de que muchos han señalado que si aplicáramos su misma lógica, ella y otros miembros de Vox con apellidos como Hermman Terscht, Juan E. Pflüger, Javier O. Smith o Schlichting deberían estar haciendo las maletas. Por supuesto, no se trata de apellidos ni de linajes, sino de prejuicio y xenofobia disfrazados de amor a la patria.
Porque aquí lo importante no es cómo se llama el bebé, sino que ha nacido, que hay una familia que ha apostado por quedarse en un pueblo que otros abandonaron. En lugar de celebrar la vida, Vox prefiere fomentar el odio. Y eso sí que es un futuro tenebroso.