Este miércoles, Felipe VI y Letizia cumplieron con el guion protocolario que exige la monarquía en tiempos de crisis. El destino fue Valencia, aún herida por los trágicos sucesos de la DANA , aquel desastre que el año pasado arrasó la provincia, dejando centenares de fallecidos, desaparecidos y un reguero de preguntas sin responder.
El Jefe del Estado y su esposa regresaban a Valencia por tercera o cuarta vez, en esta ocasión para conocer de primera mano cómo está ejecutándose la reconstrucción de la zona afectada. El evento, por supuesto, contó con la presencia del presidente valenciano, Carlos Mazón, quien, según las crónicas, ha pasado de ser el gran ausente inicial a convertirse en el saco de boxeo favorito de las manifestaciones.
La visita real sirvió para repasar in situ la reconstrucción de la zona, un proceso que avanza con la velocidad de un caracol chapa (es decir, todos los días nos dan la chapa con algo nuevo, pero avanzar, lo que se dice avanzar, no parece tener mucho avance). Mazón, hábil en el arte de la resistencia, volvió a acompañar a los monarcas con estoicismo, y desde luego más tranquilo que en aquel primero paseo que hizo con ellos y con el presidente del Gobierno central, Pedro Sánchez, quien salió por piernas bajo la lluvia de barro que les lanzaron los vecinos desesperados.
Desde aquel día, el verdadero protagonista invisible en Valencia es Pedro Sánchez. El presidente del Gobierno, que presumió de una gestión ejemplar en la catástrofe, brilla por su ausencia en esta tierra levantina. Su visita terminó como terminó y todos recordamos, mientras Mazón, cual estatua de la dignidad, aguantaba el chaparrón junto a los reyes. Desde entonces, Sánchez solo ha pisado la comunidad en un acto bajo techo, escoltado y con el riesgo controlado. ¿Miedo al barro? ¿A las críticas? ¿O simplemente a que le manchen los zapatos de charol?
Mazón, en cambio, se ha convertido en el showman involuntario de la política valenciana. Sus apariciones públicas son un imán para protestas que oscilan entre lo patético (cuatro personas con megáfono) y lo épico (miles exigiendo responsabilidades). Pero él sigue ahí, repartiendo sonrisas tensas y cronologías contradictorias, mientras Sánchez no es que no acuda a Valencia, es que ni habla del tema en Madrid.
La ironía es tan densa como el barro seco de aquellos días: si el Gobierno central lo hizo todo tan bien, ¿por qué su máximo representante evita las calles como un vampiro al sol? Sánchez podría argumentar que prefiere no desviar atención de la reconstrucción, pero lo cierto es que su estrategia de invisibilidad ha logrado algo inédito: que a él no lo abucheen… porque simplemente no está.
Mientras Mazón asume el papel de villano local —abucheado, pero presente—, Sánchez escribe desde Madrid un manual sobre cómo evitar pitidos con una fórmula infalible: no aparecer. Eso sí, el presidente socialista debería recordar que, en política, la ausencia prolongada se confunde con el desinterés. O, peor aún, con el miedo.
Y mientras Valencia se reconstruye, una pregunta flota en el aire: ¿por qué no se atreve a pisar Valencia?
Por ahora, sus zapatos relucientes —y su ausencia— dan la respuesta.