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Habichuelas
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(Foto: DALL·E ai art)

Habichuelas

Por Rafael M. Martos
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lunes 28 de abril de 2025, 06:00h

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El runrún es constante y crece cada día en los patios de los colegios andaluces y en los chats de padres y madres: la comida del comedor escolar no está a la altura. Son numerosas las críticas, las quejas sobre la calidad, la cantidad y la variedad de los menús que se sirven a nuestros hijos. Sin embargo, frente a este clamor, la Junta de Andalucía parece haberse instalado en un peligroso conformismo, una suerte de "aquí no pasa nada" que choca frontalmente con la realidad que denuncian las familias.

La imagen de esta desconexión la tuvimos hace unos días en el Parlamento andaluz. Mientras se debatía la preocupante situación de los comedores, nuestra consejera de Educación, la almeriense Maria del Carmen Castillo, respondía con una sonrisa y una anécdota personal. Nos contó que había comido recientemente en el colegio público Argonautas, que la comida estaba "buena y calentita" y que, aunque a ella particularmente no le gustaban las habichuelas que tocaban ese día –un gusto personal, no un problema del plato–, los niños de su mesa se las comieron "sin rechistar". Conclusión oficial: todo bien.

Pero, ¿de verdad está todo bien cuando las quejas se multiplican? ¿Basta la experiencia puntual de una consejera, o que unos niños coman sin protestar (quizás por costumbre, quizás por hambre), para invalidar las preocupaciones legítimas de tantos padres? Hay que agradecer a formaciones como Adelante Andalucía, que con solo dos parlamentarios, se toman el trabajo de investigar y poner sobre la mesa estas cuestiones incómodas.

Porque incómodo es descubrir quién está realmente detrás del catering de nuestros colegios. Lejos de la imagen idílica de pequeñas empresas locales, de proximidad, nos encontramos con gigantes multinacionales. Aramark, con sede en Filadelfia (EE.UU.); Serunion, perteneciente al grupo francés Elior con sede en París; y Mediterránea Group, radicada en Leganés (Madrid). Entre ellas, según se ha denunciado, controlan cerca del 80% del servicio en Andalucía. No son, desde luego, el pequeño negocio de la esquina. Son multinacionales cuyo objetivo principal, legítimo en el mundo empresarial es el beneficio económico, que se puede obtener mediante la optimización de sus propios recursos y que difícilmente lograrían esas pymes locales.

En todo caso, el problema no es si son grandes o pequeñas empresas, el problema es que los escolares salen con hambre, quizá no tanto por la cantidad como por la falta de calidad, o la reiteración de platos, o que están fríos...

Y aquí entra en juego el precio: 138 euros al mes por niño. Aunque el 70% de las familias recibe alguna bonificación, para muchas sigue siendo un esfuerzo considerable. Un esfuerzo que se haría con gusto si la contraprestación fuera adecuada, si los niños comieran bien y de forma saludable. Pero las quejas apuntan a lo contrario: menús repetitivos, calidad deficiente, abuso de la "línea fría" (comida precocinada y recalentada)... ¿Es el precio demasiado bajo para garantizar calidad y, a la vez, el margen de beneficio que buscan estas grandes corporaciones? Quizás. Pero subirlo sin más sería injusto para quienes ya pagan el total, y es que al que le sale gratis le seguiría saliendo gratis, pero quizá el que paga 138 euros con dificultad, aún más la tendrá si le cobran 200. ¿Y cómo asegurar que una subida se traduzca realmente en mejor comida y no solo en más beneficios para las empresas?

Mientras debatimos esto, otros parecen más preocupados por si en algún comedor se sirve comida halal –un tipo de alimentación, por cierto, con controles sanitarios y de calidad a menudo más estrictos que los generales, y cuya única particularidad relevante para algunos es la ausencia de cerdo, algo común en dietas vegetarianas, veganas o simplemente saludables–. Parece una distracción frente al problema real: la calidad general y la idoneidad nutricional de lo que comen a diario miles de niños andaluces, a menudo con exceso de cárnicos procesados y recalentados.

Desde algunos sectores de la izquierda se propone una solución drástica: eliminar los caterings y que se cocine en cada colegio. Suena bien, pero choca con la realidad de nuestros centros. ¿Vamos a exigir cocinas equipadas en colegios donde faltan aulas y se recurre a prefabricadas, donde no hay gimnasio, biblioteca o salón de actos? Implementar esta medida podría significar, paradójicamente, que muchos colegios se queden sin servicio de comedor. Es más, nos encontraríamos tal vez con colegios con una cocina estupenda porque tienen donde ubicarla... y otros comida recalentada... ¿queremos colegios de primera y de tercera dentro del sistema público? ¿pagarían lo mismo las familias con cocina en el centro, que aquellos que tienen catering?

No hay soluciones fáciles, es evidente. Pero lo que no es admisible es la inacción o la minimización del problema. Que la gestión esté en manos de grandes empresas no es intrínsecamente malo, pero el sistema actual, tal y como funciona, está generando demasiadas dudas y quejas fundadas. Los niños no comen bien, y eso es grave.

Es hora de que la Junta de Andalucía, y nuestra consejera almeriense al frente de Educación, abandonen la sonrisa complaciente y aborden este tema con la seriedad que merece. Necesitamos una revisión profunda de los contratos, de los controles de calidad, de los menús y de la satisfacción real de los usuarios. La alimentación de nuestros hijos no puede ser una cuestión secundaria ni un simple negocio. Es una inversión en su salud y su futuro. Y eso exige más que una anécdota sobre un plato de habichuelas.

Rafael M. Martos

Editor de Noticias de Almería

Periodista. Autor de "No les va a gustar", "Palomares en los papeles secretos EEUU", "Bandera de la infamia", "Más allá del cementerio azul", "Covid19: Diario del confinamiento" y "Por Andalucía Libre: La postverdad construida sobre la lucha por la autonomía andaluza". Y también de las novelas "Todo por la patria", "Una bala en el faro" y "El río que mueve Andorra"