Las imágenes del niño sirio, varado en la arena como el fardo de un naufragio o chorreando agua salada en brazos de un policía, han sacudido los sentimientos de los estómagos llenos y libres de un Occidente que sigue sin reflexionar definitivamente por qué se ha convertido en el paraíso deseado para millones de personas que huyen de los tiranos y fanáticos asesinos y del hambre y la falta de futuro. Sería largo de contar cómo la herencia cristiana reformada por la experiencia de sus errores; cómo la apuesta por la razón, la ciencia, la tecnología; cómo la aceptación de la libertad, la de mercado incluida, aun con sus riesgos, y cómo la asunción de la democracia y la tolerancia recíproca como bases de la convivencia ha logrado este milagro histórico. Pero es absolutamente necesario que comprendamos que, a pesar del sufrimiento interior y del dolor impotente e inmediato que producen tales escenas, la solución posible no es que Europa se convierta en un inmenso campamento de refugiados de diverso origen y fines sino que los valores europeos esenciales derivados de su experiencia histórica se acepten y extiendan entre los países y sociedades que siguen teniendo presente la muerte, la ignorancia, la tiranía y el hambre en su vida cotidiana.
Añadiré, por razón de justicia, que me he sentido apenado, e incluso indignado, por la reacción de una Europa que ha contemplado con indiferencia el cementerio mediterráneo español - Tarifa, por ejemplo, tiene un lugar en su camposanto para estos muertos-, durante décadas. Y naturalmente, me he acordado de Rota. "La noche del viernes 24 de octubre de 2003, un numeroso grupo de inmigrantes embarcó a una patera en un lugar sin nombre de la costa marroquí entre Asilah y Larache. Llevaban días hacinados en una casa de Tánger a la espera de que se decidiera el paso del estrecho. Cada uno había pagado 2.000 euros a la mafia organizadora de la travesía. Eran más de 45 los que se amontonaban en una embarcación de apenas 8 metros de eslora y dos de manga. Resistieron hasta llegar a la Bahía de Cádiz. Eran las siete de la tarde y estaban frente las costas de Rota. Ya no podían más. Estaban a punto de zozobrar y fueron avistados por el capitán de un mercante fondeado en la bahía, quien dio la voz de alerta a Salvamento Marítimo mientras se aprestaba para el rescate. Las olas acercaron el bote hasta el buque. Cuando los inmigrantes vieron las escalas, los chalecos y los flotadores levantaron sus manos haciendo señales, pero los patrones de la patera se negaron a recibir el auxilio y pusieron rumbo a la costa muriese quien muriese", contaron sus testigos. Volcó la patera y en los días siguientes, el mar fue vomitando cadáveres, hasta 37. Europa no se conmovió. Tampoco la mayor parte de España.