Rafael M. Martos | Sábado 07 de marzo de 2020
Es muy posible que mi biblioteca no sea representativa de nada, pero por mera curiosidad he dedicado una tarde a revisar los autores de los alrededor de 700 ejemplares que tengo, y me he llevado la sorpresa de que no llegan a una docena los escritos por mujeres.
Estaba convencido de que -aunque confieso que no los he leído todos- la mayoría tenían firma masculina, pero no hasta el extremo que he podido comprobar. Y es que en una colección de cien volúmenes que pretendían reunir la “Historia Universal de la Literatura” allá por los años ochenta, que es cuando mi padre la adquirió, solo encuentro a Virginia Wolf, Colette, y poco más… un dos, quizá un cuatro por ciento ¡de toda la historia universal de la literatura!
Ahora miro el último boletín que me remite Círculo Rojo, la gran empresa –almeriense- de autoedición –dato muy importante- y observo que en el de ese mes, alrededor de la mitad –no los he contado- tienen autoras. Es decir, que hay mujeres que escriben, pero obviamente se ven abocadas a pagarse la edición de sus libros porque las editoriales convencionales no cuentan con ellas, y eso supone también que la promoción y distribución es mucho menos efectiva.
Si intento hacer memoria de mi época escolar, apenas puedo recordar un par de nombres de escritoras que estudiara en el colegio o el instituto, y puedo confirmar que ni uno solo de los libros de texto o consulta que utilicé en la carrera tenía un solo nombre femenino en los créditos académicos. A día de hoy puedo confirmar que esto sigue siendo exactamente igual, y ya ha llovido desde entonces (incluso en Almería).
Es por esto, que cuando desde algunos partidos políticos –o personas concretas- se da por amortizada la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, no cabe menos no tomarles en serio, porque demuestran no saber de qué están hablando.
No cabe en una mente racional, que siendo la mitad de la población mundial más o menos, ellas solo haya un 5% de mujeres presidiendo gobernando, o que de las 17 autonomías menos de media docena tenga mujeres al frente, o que ninguno de los grandes clubes de fútbol tenga presidenta, o que la patronal y los sindicatos en ámbito estatal sean dirigidos por féminas… o que de todos los periódicos que se editan en papel solo uno de ellos tenga directora… o podríamos mirar cuantas rectoras hay…
Podríamos seguir con ejemplos hasta aburrir, porque la situación se reproduce allá donde se mire, y muestra a las claras que la igualdad a día de hoy no existe, porque a las mujeres les cuesta mucho más llegar arriba, a puestos de dirección y responsabilidad, aunque estén igualmente cualificadas que un hombre. Esto es incuestionable… porque cuestionarlo supone pensar que la inmensa mayoría de las mujeres son menos capaces que los hombres, y por eso nosotros llegamos donde ellas no pueden. Creer esto es, sencillamente, machismo, y hay mucho.
Pero la igualdad no se puede imponer por decreto, como suele defender la izquierda, marcando cuantas mujeres debe haber en un consejo de administración, o en determinados puestos de la administración pública, sino fomentando las condiciones objetivas para que el cambio se siga produciendo.
Es verdad que las cuotas en ciertos ámbitos han venido ayudando a fomentar la igualdad, pero no son la panacea, porque como se desprende de los datos anteriores, en los niveles superiores la descompensación sigue siendo brutal.
La base es la educación en igualdad, y la generación de leyes que rompan con el techo de cristal femenino mediante normativa que no haga de la condición femenina un lastre para el mundo laboral, social, político, económico… Es decir, no se trata de obligar a que el 30 o el 40 por ciento de un consejo de administración sea femenino, sino de legislar para que las mujeres puedan llegar hasta esos puestos por sí mismas, como lo haría un hombre.
Mi biblioteca me ha enseñado que aún queda mucha tarea por delante, que aún es necesario el feminismo activo y activista, y que perderse en inventar “palabros” y conceptos no es la manera de luchar y sí de hacer el ridículo y mostrar la propia ignorancia. Que si a ningún hombre ofende quedar incluido cuando se habla de “la gente”, de “las personas”, de “la humanidad” o si se menciona a “las señorías” de un parlamento, tampoco debería ofender a las mujeres cuando se las incluye en “todos” o en “humanos”, y si no entendería ser llamado “periodisto” tampoco entendería que hablara una “portavoza”.
Mi biblioteca también me ha enseñado esto último. Seguro que tengo que seguir aprendiendo en este 8M que debe seguir siendo de lucha.
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