Con lo visto, leído y escuchado acerca de Rubiales es suficiente como para no darle más mandanga al asunto. En todo caso, Rubiales es un capullo sin flor demandado, denunciado, querellado, investigado y no sé ya cuál es el orden, a causa de un beso —piquito dice él— dado en la boca sin consentimiento a una jugadora de fútbol tras ganar el Mundial de Fútbol femenino.
Por si a Rubiales no le hubiera caído la mundial con semejante hecho, ahora tiene la universal mediante la acusación de agresión, hostigamiento, intimidación, y alguna más saldrá Dios mediante.
Los expertos en esta materia están de acuerdo en las penas acarreadas por estos delitos, si lo estiman los jueces, según las particularidades de los hechos punibles. Unos apuntan a prisión, otros a multa e inhabilitación. Sea como fuere, Luis Rubiales, hasta ayer poderoso presidente de la (RFEF), a fecha de hoy es un apestado. No seré yo quien lleve la contraria porque este individuo es corrupto, según fuentes de la propia Federación, además de insalubre para la sociedad.
Dicho esto, ¿qué tiene Puigdemont para recibir el trato exquisito del Gobierno que no tenga Rubiales? Porque, aunque las comparaciones son odiosas, hombre, Puigdemont es un delincuente condenado por el Tribunal Supremo por declarar la independencia de Cataluña durante un piquito de 30 segundos, fuga en maletero, malversación, desobediencia, y ya tengo perdida la cuenta.
Bien, pues la diferencia entre Rubiales y Puigdemont, aparte el contraste de los delitos es que a Puigdemont le ha votado el 1,6 por ciento de los españoles en las últimas elecciones generales que le han proporcionado siete diputados en el Congreso español.
Dice hoy la colega de el Confidencial, Pilar Gómez, que “El Estado aguantó más de 800 muertos para defender la democracia que nació del 78. Hoy el presidente Sánchez y el PSOE están dispuestos a entregarla por siete votos”. Los presidentes del Gobierno de entonces aguantaron el chantaje, todos nosotros soportamos con dolor el asesinato de Miguel Ángel Blanco.
Cuando aquello, en España había sentido de Estado y de Nación. Hoy no. Incluso numerosos políticos hablan de Estado para no pronunciar España que es la Nación. Uno de ellos, Pedro Sánchez, presidente en funciones del Gobierno de la Nación, mal que le pese.
A Feijóo le faltan cuatro diputados para alcanzar la presidencia, a Sánchez siete. Joé, los de Puigdemont. Feijóo estuvo al filo de sentarse con él y Sánchez ya se ha sentado camuflado de Yolanda Díaz. Este Puigdemont ha impuesto una ley de amnistía que el Gobierno en funciones prepara para cumplir con las exigencias del prófugo y conseguir sus siete votos. Manda huevos.
Sea quien fuere el que al final arrime la ascua a su sardina, hay que tener huevos, falta de escrúpulos, para tan siquiera dialogar con este sinvergüenza y que, además, le dejen decidir quien gobernará a todos españoles.
Pedro Sánchez lo tiene, quiero decir falta de escrúpulos, como ha demostrado desde que es quien es. A mí me mintió a la cara, al resto de los españoles ha mentido un día sí y otro también. Ahí están las hemerotecas, videotecas y audiotecas para la oportuna comprobación.
Es imposible confiar en una persona que confunde Nación con Estado, es lo que le pasa a Sánchez —qué vergüenza Patxi López, ¿te acuerdas?—, y habrá amnistía humillante con tal de que Sánchez consiga su propósito personal: la investidura, el poder a toda costa.
En mi opinión, ni unos ni otros ni nadie habrían de ceder al chantaje, a la coacción, de este ser cargante como él solo, que en caso de volver a España tendrían que llevarlo directamente a la cárcel y, después, juzgarlo. O al revés, da igual.
Antes de que esta democracia se venga abajo, ¿no hay nadie en el Partido Socialista Obrero Español que ponga a Sánchez en su sitio, que le plante cara? El PSOE no es Sánchez, aunque lo parece. No, el PSOE es un partido imprescindible en la Nación, el Sanchismo es un forúnculo de extirpación urgente.