En cierta ocasión recorrí toda Europa desde Sevilla a Hammerfest, localidad de los fiordos noruegos. Perdonen que hable de mí, pongo al burro por delante. Al objeto de no complicarme la vida decidí alojarme en la misma cadena hotelera, siempre que en mi ruta o en las cercanías hubiese hotel. Y así lo hice.
En la treintena larga de hoteles que me hospedé habían dispuesto la misma decoración en habitaciones y zonas comunes: recepción, sala de desayunos, pasillos, ascensores. Se trataba, me dijeron, de identificar la marca en cualquier lugar del mundo. Para mí, que les salió más económico la compra al por mayor.
Al cabo de unos días noté en mí una sensación rara que se disipaba al pisar la calle. Pasados unos días más, caí en la cuenta de que al despertar no sabía en qué ciudad estaba debido a que las habitaciones eran un calco de las anteriores. Así pues, tomé la costumbre cada noche de anotar país y ciudad donde estaba alojado. Y la cosa fue bien, las notas me aliviaron la angustia mañanera de pensar dónde me hallaba.
Esa pequeña simpleza me llevó a tomar notas de lo que particularmente me resultaba llamativo, curioso, gracioso, sorprendente, y así de seguido. Atiborré dos blocs de papel con apuntes, chismes, palabras pintorescas, situaciones extravagantes, personajes de cuento, y aún estoy por escribir un libro con las anotaciones en aquellas libretas.
Dicho esto, muchas mañanas, al saltar de la cama, no sé dónde estoy. Bueno, sí, en España. Pero no sé en cuál España, si en la de “camisa blanca de mi esperanza” (Ana Belén) o en el de “¿Dónde están tus ojos?, ¿dónde están tus manos?, ¿dónde tu cabeza?” (Cecilia). Porque, a mi entender, esto es un sindiós.
Salir a la calle supone recibir un desaliento putrefacto. La gente camina, pasea, (caminamos, paseamos) mansamente, dócilmente, a no se sabe bien adónde. Varios feriantes regalan tanques de vaselina siempre y cuando compres algunos de sus artículos que entren bien, además regalan una peineta. Unos cuantos miles de jóvenes imbéciles envían al asilo a mentes razonablemente sensatas, incluso los echan a la alcantarilla si alguno disiente del pensamiento único. Es impresionante.
Sí, impresionante, aunque no menos que las imposiciones de chupópteros infectos, amén de delincuentes, (José Mª García), conocedores de las tragaderas del sujeto borracho de malsano poder dispuesto a conceder en la tierra los perdones que Dios le tendrá en cuenta.
De vuelta a mi viaje europeo, disculpas de nuevo, en cada país se hablaba, y se seguirá hablando, un idioma propio más otro casi común, el inglés. Y si no, cabía el recurso gestual, pero entenderte te entendías. Quiero decir que no encontré problema de comunicación alguno.
Aquí sí, en esta España no sé cuál, unos cernícalos han hecho bandera de la lengua que chupa, también por consentimiento del que necesitará a Dios para otorgarle tanto perdón por tanto pecado de soberbia. Lo impresionante en este apartado lingüístico reside en los cernícalos anteriormente dichos: todos de todas partes, conocen y dominan el idioma de la gente mansa y dócil.
Impresionante es, por demás, la grandiosidad de devotos que acuden en romería adonde Napoleón perdió el trono para retratarse en hermandad con el cabecilla de la panda de fugados. Será, supongo, para colgar las fotografías en el pasillo de personajes ilustres del palacio custodiado por leones de bronce.
En este palacio, más de trescientas y menos de quinientas personas, juegan las Siete Partidas con almas y dineros ajenos, sin reglas, sin miramientos, total para qué, si la gente es (somos) mansa, dócil, manejable, con unos mendrugos aliñados con miajas hay suficiente, el pueblo llano se conforma con el teatrillo estúpido e infame del Pinganillo en tres actos.
No sé, tal vez, estas más de trescientas y menos de quinientas personas enganchadas por el tímpano no necesiten traducción snapshot para interpretar lo que, a pesar de mansos y dóciles piensan, (pensamos), de la mayoría de ellos: vaffanculo, Neuk je, pierdol się, Ake uhlukane nami. ¿A que se entiende sin traductor?