Opinión

España no es Corea del Norte

(Foto: malasombra).
Ricardo Alba | Martes 16 de enero de 2024

Durante varias semanas me he encerrado en una habitación, único modo de terminar el segundo libro —Alcandora, sus gentes e historias—, que forma parte de una trilogía iniciada con ‘Las ovejas duermen en familia’. De cuando en cuando, con el fin de despejar la mente, dedicaba unos minutos a algún documental al azar. Cayó uno dedicado a las extravagancias del dictador Kim Jong-un, líder supremo de Corea del Norte.

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Presumo por lo visto que la vida en Corea del Norte depende del humor de Kim. A mí me ha parecido que el humor de este sujeto con sonrisa bobalicona es cruel, ha convertido el país en un reducto de esclavitud. Es sorprendente contemplar a una marea humana aplaudir al unísono las gracias del dictador o acompañar con lloros las lágrimas del déspota cuando fracasa el lanzamiento de un misil.

Dicho esto, alcancé a seguir por TV la votación de los tres decretos leyes del Gobierno, dos de los cuales salieron adelante por un solo voto, mientras que el otro se quedó en la laca y el tinte de Díaz. Uno se barruntaba que las cosas no iban como esperaba el Psoe al pedir tiempo de prórroga camuflado en avería técnica.

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Previamente, la oposición acongojada al completo se puso en pie para aplaudir la intervención de su líder, ciertamente Feijoo necesita de esas palmas. Es un bendito que aún no se ha dado cuenta de que el de enfrente es un trilero y que, o lo trata como tal, o poco horizonte le queda.

Tras el tiempo necesario para alcanzar los pactos imprescindibles, los migrantes fueron la moneda de canje, la que el delegado del gobierno, Pedro Sánchez, entregó a Kim Puigdemont. Y toda la bancada sumisa del Psoe se levantó como un solo hombre a aplaudir los fracasos de su amo de filas.

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De ahora en adelante, los migrantes, o sea, nosotros, los charnegos, habremos de hablar catalán o vasco, y al tiempo, porque Urkullu reclamará su parte de tal modo que nosotros, los maquetos, deberemos de hablar el euskera, a ver si de este modo nos entiende Otegui.

Por si no lo sabíamos, que sí lo sabemos, a Sánchez, que además de enfermizo de poder, es un político débil, servil, inconsistente, un pelele en los hilos de Kim Puigdemont, le deberían de escribir dos libros más, algo así como ‘Manual de instrucciones para envainársela en tierra firme’, título acorde a su achantamiento, y el otro bajo la inscripción ‘Cómo vender España’, una recopilación de sus disparates, ignominias y desvaríos.

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Con la democracia puesta patas arriba entre unos y otros 'hackers' de la política, palpamos la autocracia en la que no somos libres sino ciudadanos siempre bajo sospecha, como dice Hacienda o, peor aún, esclavos de un progresismo subastado, sobado, desgastado, que con lo único que se identifica y nutre es con la propaganda. Ser progresista, don Sánchez, no es ‘hacer de la necesidad, virtud’. Ser progresista es, a mi juicio, creer en la separación de poderes del Estado, es aplicar la Ley a todos por igual, cumplir la palabra -¿le suena, don Sánchez?-, generar calidad democrática social, aunque me temo que no, que don Sánchez y cuadrilla utilizan el término con el exclusivo fin de autoafirmarse cuando faltan ideologías y sobran ambiciones, tantas como para consentir que nos gobierne Kim Puigdemont.


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