La reciente fuga de Carles Puigdemont ha vuelto a poner a España en el centro de la polémica internacional, y con ello, al presidente Pedro Sánchez en una posición incómoda, aunque la verdad es que no parece importarle mucho... como casi todo. A ojos del mundo, la situación parece sacada de una novela de enredos donde la falta de claridad en las competencias policiales y judiciales se traduce en un debilitamiento de la imagen del Estado español.
Carles Puigdemont, expresidente de la Generalitat y figura clave del movimiento independentista catalán, ha sabido jugar sus cartas desde que huyó a Bélgica en 2017 para evitar su detención y juicio por el referéndum ilegal del 1-O. Desde entonces, ha mantenido una vida relativamente cómoda en Waterloo, aprovechando su estatus de eurodiputado para moverse con libertad por Europa, mientras esquiva los intentos de la justicia española por traerlo de vuelta al país y juzgarlo, incluso después de haber indultados a sus compañeros de aventuras, y haberle creado una ley de amnistía a medida.
En el exterior, la percepción es clara: Puigdemont es un líder separatista que logró escapar de la justicia española y que, pese a estar reclamado, continúa desafiando al Estado desde fuera de sus fronteras. Sin embargo, lo que resulta más confuso, y francamente bochornoso, es la falta de coordinación entre las fuerzas del orden españolas a la hora de gestionarlo. Para un observador internacional, quien ha hecho el ridículo no es el Govern catalán, ni los Mossos d'Esquadra, porque sencillamente no llegan hasta ese punto de comprensión de nuestro estado autonómico, como a nosotros se nos escapan las competencias entre las distintas agencias de seguridad norteamericanas, o la organización administrativa alemana o británica.
Para ese observador, es la "policía" y el propio "Estado", a cuyo frente está Pedro Sánchez, quien ha sufrido la tomadura de pelo. No pidan tampoco que ese observador entienda las implicaciones políticas -politiqueras me atrevería a decir- entre Sánchez, Junts, ERC y otros actores...
La confusión no solo afecta la imagen del sistema judicial español, sino al propio Sánchez, quien parece incapaz de resolver un conflicto que ya se ha prolongado durante más de seis años.
Es cierto que la situación de Puigdemont es compleja y está llena de aristas legales y políticas, pero eso no justifica que la respuesta del Estado sea tan desordenada. La falta de acción decidida y la incapacidad para resolver este asunto solo refuerzan la narrativa de Puigdemont como un líder capaz de desafiar al Estado español sin consecuencias reales.
En un contexto en el que la imagen y la percepción lo son todo, Pedro Sánchez es, además, el líder político superado por la presión del cargo y tiene que pedirse cinco días de vacaciones para relajarse y seguir, es el líder cuya esposa está implicada en una trama de corrupción por la que tanto ella como él han tenido que responder ante los tribunales, y por si fuera poco, se han negado a colaborar con la justicia, y el líder que tiene a un hermano contratado por una administración pública de su propio partido, pero tributa en otro país...
Cualquiera que esté al tanto de la política española -prosánchez y antisánchez- diría que faltan cosas y todo es mucho más grave, o que casi todo lo dicho hasta este punto son bulos, pero esa no es la clave. La clave es qué ocupa las portadas de los medios de comunicación internacionales que, supongo, no forman parte de la fachosfera ni viven del dinero público (en realidad, como los empleados públicos o cualquier que hace un trabajo, en este caso difundir publicidad).
Por cierto ¿qué dijo Sánchez cuando a Rajoy le colaron las urnas del 1-O y se le escapú Puigdemont? ¿Lo adivinan? Pues eso.