Opinión

Sentido crítico

(Foto: malasombra).
Rafael Leopoldo Aguilera | Domingo 25 de agosto de 2024

Las modernas ciencias de la educación vienen destacando el sentido crítico como elemento de primera importancia para definir la madurez de la persona humana, y por ello se insiste constantemente en la necesidad de formar, tanto a jóvenes como a adultos, para que lo adquieran y les capaciten plenamente para el desarrollo de su personalidad.

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Este mismo principio pedagógico también está influyendo poderosamente desde hace años en la orientación de la educación religiosa, que lucha por conseguir unos cristianos adultos en su fe y totalmente responsables en la vida social.

Hoy se habla mucho, como es sabido, del cristianismo crítico y de cultura crítica: conceptos en sí altamente necesarios y beneficiosos para los individuos y para el conjunto social, ya que evita el conformismo enervante, paralizador de toda renovación y de todo progreso.

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«No os conforméis a este siglo —Nos dice San Pablo—, sino transformaos por la renovación de la mente, para que procuréis conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rom., 12, 2) .


El espíritu cristiano exige esa tensión continua y estimulante hacia la perfección de la vida personal y de las estructuras temporales.

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La crítica, sin embargo, puede interpretarse en un sentido tan estrecho y negativo, que en vez de enriquecer al hombre le degrade y le envilezca, hasta el punto de convertirlo en escéptico, estéril y turbador de la convivencia.

Según el Diccionario de la Real Academia, la crítica es el arte de juzgar de la bondad, verdad y belleza de las cosas; pero la acepción vulgar utiliza la palabra, en muchas ocasiones, solamente como sinónimo de juicio adverso, de análisis de los defectos, de denuncia abierta de imperfecciones y de disconformidad. La crítica aparece como incompatible con la alabanza y la aceptación.

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Si examinamos el concepto en su significado más puro que ciertamente es el que postula la moderna pedagogía, hemos de reconocer que la crítica honesta, exponente de la madurez humana, requiere un juicio justo, objetivo y leal que sepa analizar todos los aspectos, negativos y positivos, así como todos los valores y contravalores de los hechos y situaciones. No se trata de un simple y destructor análisis de impurezas, sino de una difícil y equilibrada valoración de conjunto.

En este sentido la crítica postula un conocimiento real y desapasionado de los hechos, un conocimiento objetivo, libre de prejuicios deformantes. Lo cual obliga a una investigación serena de todas las circunstancias, y fundamenta el derecho a una información veraz de los asuntos públicos.

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Por otra parte, la crítica supone una escala también objetiva de criterios éticos con que comprobar los hechos, y poder deducir, de forma lógica, la valoración de los mismos. Si estos criterios no existen, o si los valores que presentan son utópicos o deletéreos, nuestro sentido crítico se desorienta, convirtiéndose en un simple inconformismo destructivo.

El cristiano, en este sentido, tiene dos postulados fundamentales para la formación de su espíritu crítico que le ayudan poderosamente. En primer lugar, la fe, como paradigma de una escala de valores fiel y segura. «Solamente con la luz de la fe —nos dice el Concilio — , y con la meditación de la palabra divina, puede uno juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas, como en orden al fin del hombre. >

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El segundo aspecto que distingue el juicio cristiano es el ejercicio de la caridad, que en todo momento nos impulsa al respeto hacia las personas, a la comprensión de las posturas de los otros y a la defensa de la libertad, que se integra en el verdadero pluralismo. Una crítica que desdeñe el diálogo y que se encierre en posturas monolíticas, incapaces de la coexistencia con otras opciones legítimas, carece de toda validez y de todo espíritu constructivo.


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