Hoy me levanto con el sabor amargo de una conversación que tuve anoche con mi amiga Laura, mientras tomábamos un cerveza en La Mala (por Martínez Almagro). Laura, con su voz temblorosa, me confesó que estaba agotada de intentar ser "la niña buena". Y ahí, entre el ruido de las terrazas y el eco de la Catedral, me di cuenta de que no era la única. Yo también he cargado con esa mochila. Y tú, querida lectora, probablemente también.
El síndrome de la niña buena no es algo que te enseñen en el colegio, pero lo aprendemos desde que somos pequeñas. Es ese mandato invisible que nos dice que debemos ser dulces, complacientes, sacrificadas y, sobre todo, perfectas. Que no podemos enfadarnos, que no podemos decir "no", que no podemos fallar. Y, por supuesto, que debemos sonreír mientras lo hacemos. Vamos, como cuando te pones un vestido blanco en la Feria de Almería y pasas el día intentando no mancharlo. Imposible, ¿verdad? Pues así es esto.
Recuerdo que, cuando era pequeña, mi abuela me decía: "Las niñas buenas no se quejan, las niñas buenas no discuten". Y yo, que era una criatura curiosa y revoltosa (sí, lo confieso), me preguntaba por qué los niños podían correr, gritar y ensuciarse, mientras yo tenía que quedarme quieta, como una figurita de porcelana. Ahora, de adulta, me doy cuenta de que ese mensaje caló hondo. Demasiado hondo.
El problema es que ser "la niña buena" no es solo agotador, sino que también es una trampa. Porque, ¿qué pasa cuando no puedes más? ¿Cuando estás harta de decir "sí" a todo, de poner a los demás por delante de ti, de sonreír aunque por dentro estés gritando? Pues que te sientes culpable. Y esa culpa, queridas mías, es como el viento de levante: te seca por dentro y no te deja pensar con claridad.
Hace poco, una prima mía me contó que había dejado su trabajo porque no soportaba la presión de ser "la empleada perfecta". "Me quedaba hasta las tantas, no me atrevía a pedir un aumento y siempre decía que sí a todo, aunque estuviera al borde del colapso", me dijo. Y yo pensé: "¿Cuántas de nosotras estamos viviendo así?". Porque el síndrome de la niña buena no se queda en la infancia. Nos persigue en el trabajo, en las relaciones, en la familia... Incluso en las redes sociales, donde publicamos fotos perfectas de nuestras vidas perfectas, aunque por dentro estemos hechas un lío.
Pero, ¿sabes qué? Estoy harta. Harta de que nos enseñen a ser "buenas" en lugar de a ser nosotras mismas. Harta de que nos digan que no podemos enfadarnos, que no podemos equivocarnos, que no podemos ser humanas. Porque, al final, eso es lo que somos: humanas. Con nuestras luces y nuestras sombras, con nuestros aciertos y nuestros errores, con nuestros días de sol y nuestros días de levante.
Así que, desde este rinconcito de Almería, te digo: basta. Basta de intentar ser perfectas. Basta de sonreír cuando no te apetece. Basta de decir "sí" cuando quieres decir "no". Porque la vida no es una Feria en la que tienes que pasear impecable con tu vestido blanco. La vida es más bien como el Cabo de Gata: salvaje, impredecible y llena de olas que a veces te tumban, pero que también te llevan a lugares increíbles.
Así que, querida lectora, la próxima vez que te sientas presionada por ser "la niña buena", recuerda que no estás sola. Y que, a veces, ser un poco "mala" no es tan malo. Al fin y al cabo, como decía mi abuela (que, aunque tenía sus cosas, también era sabia): "Más vale una niña feliz que una niña perfecta". Y yo añado: más vale ser tú misma que vivir intentando ser lo que los demás esperan de ti.
Ahora, si me disculpas, voy a tomarme una copa. Y esta vez, si me apetece, pediré un churro para mojarlo en el ron. Aunque me manche el vestido.