Es asombroso, verdaderamente asombroso, que una noticia sobre el expolio cultural de Andalucía —un tema que debería incendiar las portadas y convocar manifestaciones— pase por el Parlamento andaluz y los medios de comunicación como un barco fantasma: sin ruido, sin debate, sin indignación. El rechazo de una proposición para reclamar la devolución del patio renacentista del castillo de Vélez Blanco, desmontado piedra a piedra en Almería y exhibido como trofeo colonial en un museo de Nueva York, no solo revela una desidia política alarmante, sino algo peor: la normalización de que Andalucía siga siendo un solar saqueado, cuyos símbolos viajan del sur a Madrid o al extranjero, pero nunca regresan a casa.
El patio de Vélez Blanco no es un simple conjunto de columnas y arcos. Es un testigo mudo del Renacimiento andaluz, una obra que encapsula la identidad de Almería y que, como tantas otras piezas (la Dama de Baza, la Lex Malacitana, los Zurbarán o el techo de la Alhambra en Berlín), fue arrancada de su contexto para decorar colecciones ajenas. Lo grave no es solo que esté en Nueva York —el expolio es viejo—, sino que cuando se plantea su recuperación, ni siquiera los representantes políticos de Andalucia luchen por ello. Peor aún: los partidos mayoritarios (PP, Vox, hasta el PSOE) rechazan la moción de Adelante Andalucía con argumentos que huelen a colonialismo interno: “En Madrid están mejor custodiadas”.
¿Acaso Andalucía es una comunidad menor de edad? ¿Un territorio incapaz de proteger lo suyo, necesitado de tutelas? La pregunta la lanzó con lucidez el parlamentario José Ignacio García Sánchez: si somos parte de España, ¿por qué lo andaluz repatriado nunca vuelve al por debajo de Despeñaperros? La Inmaculada de los Venerables de Murillo, robada por los franceses y recuperada en 1940, se quedó en el Prado. La Virgen de la Merced de Zurbarán, comprada por Cultura en 1995, fue a parar a Madrid. La Dama de Baza duerme en una vitrina de la capital, lejos de la tierra bastetana que la esculpió. Es un patrón repetido: el patrimonio andaluz, cuando no está en Londres o Nueva York, se “españoliza” en Madrid. Como si el sur no mereciera narrar su propia historia.
Los partidos que rechazaron la proposición alegan que las obras están “mejor cuidadas” en museos estatales. Pero esto encierra una paradoja grotesca: si Andalucía no es capaz de proteger su patrimonio, ¿por qué la Junta tiene competencias en esta materia? ¿O es que Madrid, por el mero hecho de ser Madrid, posee una varita mágica conservadora que Almería, Granada o Sevilla no tienen? El argumento, además, ignora que el valor de una obra no reside solo en su integridad física, sino en su conexión con el territorio. Un patio almeriense en Manhattan es un fósil desubicado; en Veléz Blanco, sería un imán turístico, un orgullo local, un eslabón con la memoria.
Pero hay algo más turbio: la indiferencia de los medios andaluces en general, y almerienses en particular. El silencio de la prensa almeriense —que ni siquiera ha convertido el tema en debate— refleja un conformismo desesperanzador. ¿Cómo exigir que Nueva York o Berlín nos devuelvan lo nuestro si ni siquiera nosotros lo reivindicamos a los de Madrid? ¿Cómo pedir respeto al mundo cuando no nos respetamos a nosotros mismos?
Este caso no es solo una disputa sobre piedras o pinturas. Es un síntoma de cómo se entiende (o se desprecia) la descentralización cultural en España. Madrid actúa como metrópoli de un país centralizado, colonial, donde lo “nacional” se exhibe en la Corte, mientras las autonomías asumen el papel de proveedoras de reliquias. Es la misma lógica que vacía los pueblos de jóvenes y llena los museos de símbolos huérfanos.
Adelante Andalucía ha puesto el dedo en la llaga: si el patrimonio andaluz no vuelve, no es por falta de medios, sino de voluntad. Y si los medios callan, es porque asumen que lo andaluz no vende, no importa, no duele. Pero un pueblo que no defiende su cultura es un pueblo que renuncia a su dignidad. Mientras el patio de Vélez Blanco siga en Manhattan, y la Dama de Baza en Madrid, Andalucía seguirá siendo una tierra de ausencias. Y lo peor no es que otros se lleven lo nuestro, sino que ni siquiera nos demos cuenta de que falta.
¿Hasta cuándo?