En Almería el sol es dueño del calendario y la aridez esculpe el paisaje como un viejo recuerdo, porque aquí la lluvia siempre ha sido una visita esquiva, casi un mito que acompañar con migas, ya que es el único momento en que la humedad del ambiente evita que se hagan bola. Por eso, estos ventitantos días de aguas pertinaces —ventitantos días de cielos rotos y de charcos que se niegan a secarse— tienen algo de sueño fantástico, de paradoja que descoloca. Aquí, donde la tierra sedienta se agrieta y el horizonte se funde en un blanco cegador, el agua no cae: se evapora antes de tocar el suelo, se esconde en nubes tímidas. O al menos, eso creíamos.
Este fin de semana, mientras la provincia se preguntaba si habíamos olvidado el sabor del desierto, mi mujer y yo fuimos a Cabo de Gata a ver llover. Sí, a ver llover, como quien asiste a un ritual olvidado en forma de espectáculo. No había nadie fotografiando las olas, ni los acantilados golpeados por ellas. Solo el faro, erguido como un centinela cansado, la furia del mar azotando las rocas volcánicas y una llovizna tenaz que lo envolvía todo en un manto grisáceo. Era Almería, pero no la de siempre. Era como si el paisaje, al fin, hubiese decidido llorar.
Caminamos por la playa, sintiendo que el olor a salitre se mezclaba con el aroma terroso de la lluvia, un perfume que esta costa no suele regalar a cualquiera. Las calas, siempre dormidas bajo el sol, despertaban embravecidas, golpeando el Arrecife de la sSirenas con una rabia que parecía acumulada por décadas. El faro, con su luz intermitente, guiñaba el ojo al caos, como si supiera que este espectáculo no duraría. Y entre tanto, ella y yo, compartiendo un silencio cómplice, encontrando en cada gota una excusa para apretar las manos, para buscar refugio en la curva de un brazo.
Hubo romanticismo, sí, pero de ese no voy a contar nada, que entre nosotros queda. Porque la belleza de lo inusual es también un recordatorio de su fugacidad. ¿Volverá a llover así en veinte años? ¿O esto es solo un paréntesis, un capricho del clima que nuestros nietos leerán en los archivos como una anomalía del cambio climático? Almería lleva siglos definiéndose por su luz cruda, por su sequedad estoica. Ahora, encharcada y titubeante, se nos revela frágil, vulnerable. Y en esa fragilidad hay una tristeza hermosa, como la de un anciano que descubre, demasiado tarde, que puede llorar.
Tal vez por eso, al marcharnos, mi mujer murmuró: "Parece que el mar y el cielo se han puesto de acuerdo para contarnos un secreto". Y es cierto. En Cabo de Gata, bajo la lluvia, es posible advertir que incluso los lugares más familiarizados con la eternidad guardan sus momentos de vértigo, sus instantes de romper el guion. Nosotros no somos más que simples testigos, solo podemos abrazarnos frente a la tormenta, sabiendo que, cuando el sol regrese —y regresará—, esta melancolía quedará como un susurro, como el eco de un amor que solo florece entre nubes.
Hoy, mientras escribo, el cielo ya se ha despejado. Las calles de Almería aún huelen a mojado. Pero en algún rincón de mi memoria, el mar seguirá abrazando la lluvia recibida, como la tierra confortada, porque la tierra almeriense es generosa, y basta ver que en cuanto caen cuatro gotas, toda reverdece. Primavera lo llaman.