Opinión

Ellos ya somos nosotros

(Foto: DALL·E ai art).
Rafael M. Martos | Sábado 19 de abril de 2025

Que levante la mano quien no haya escuchado alguna vez, en la barra del bar o en una sobremesa intensa (o en tribuna de un parlamento, o en un pleno municipal), aquello de "los extranjeros nos invaden" o "van a acabar con nuestras costumbres". Es un runrún tan viejo como el miedo a lo desconocido, pero que choca frontalmente con la realidad tozuda que nos presentan los números. Y los últimos datos del Instituto de Estadística y Cartografía de Andalucía (IECA), recién salidos del hornoreferentes a 2024, son de los que hacen arquear una ceja y replantearse unas cuantas cosas, sobre todo en Almería.

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Resulta que, según la estadística oficial, casi la mitad de los bebés nacidos en la provincia tenían, al menos, un progenitor de origen extranjero. ¡Casi la mitad! Pero ojo, que aquí viene lo interesante: si rascamos un poco la superficie y aplicamos la lógica más elemental, la cifra se dispara. Porque a esos datos hay que sumarles los hijos de españoles que, aunque figuren como tales en el papel, obtuvieron la nacionalidad en algún momento. Personas que, por derecho propio y aplicación de la ley, son tan almerienses como el indalo, pero cuyos orígenes familiares recientes no están en Tabernas o en el Zapillo, sino quizás en Quito, Marrakech o Bucarest... como los de otros antes lo estuvo en Alemania, Inglaterra o Cuba.

Si hacemos una estimación conservadora, no es ninguna locura pensar que, en realidad, estemos hablando de que cerca del 60%, o incluso más, de los recién nacidos en Almería tienen raíces familiares recientes fuera de España.

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¿Y qué quiere decir esto? Pues, fundamentalmente, que el lamento agorero de algunos sobre la pérdida de identidad o la imposición cultural suena cada vez más a absurdo, cuando no a racismo y xenofobia pura y dura. La realidad de Almería, como la de Andalucía, España y Europa entera, cambió hace ya mucho tiempo. Nos guste más o menos, estamos abocados a entendernos, a convivir gentes de distintos orígenes, colores, credos y maneras de entender el mundo. La pregunta ya no es si debemos convivir, sino cómo establecemos las reglas del juego – ese famoso "marco de convivencia" – para que funcione.

Porque, seamos sinceros, cuando más de la mitad de los niños que empiezan el colegio tienen, como mínimo, un padre o una madre que nació fuera, ¿de quién estamos hablando cuando decimos "los extranjeros"? Esos niños son de aquí. Han nacido aquí, juegan en nuestros parques, van a clase con nuestros hijos, sufren con los mismos exámenes y sueñan con futuros parecidos. El reto no es que "no nos invadan", sino conseguir que esos niños, ciudadanos españoles de pleno derecho con idénticas obligaciones y derechos que los demás, se sientan inequívocamente almerienses, andaluces, españoles o europeos, sin que su origen familiar, su religión o el color de su piel sea un asterisco permanente.

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Ellos ya no son "los otros". Son el compañero de pupitre, el camarero que te sirve el café, la cajera del súper, la enfermera que te cuida en el hospital (muchas venidas de fuera, por cierto, como tantos médicos), el jardinero que mima los parques, el temporero del invernadero, sí, pero también el profesor de universidad, el ingeniero, el que monta una empresa o forma parte de su equipo directivo. La diversidad no es una amenaza futura, es el motor presente de nuestra sociedad y nuestra economía.

Por eso resulta tan absurdo, y a veces hasta cómico por lo paradójico, escuchar ciertas quejas. Aquellos que ponen el grito en el cielo porque en tal barrio "ya el 60% son extranjeros", a menudo son los mismos que les vendieron o alquilaron las casas (¡nadie se las regaló!). O aquellos empresarios agrícolas que se alarman porque en el colegio del pueblo hay un 50% de niños de origen inmigrante, sin caer en la cuenta de que son, precisamente, los hijos de las personas que trabajan en sus invernaderos, esas mismas a las que emplean porque a menudo no encuentran mano de obra local dispuesta a hacer ese trabajo en las mismas condiciones.

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Y ni hablemos del doble rasero con la delincuencia: si un crimen lo comete alguien con apellido extranjero, se señala su origen como factor relevante; si lo comete un Pérez o un García, es simplemente un delincuente. A la víctima le da exactamente igual la nacionalidad o la fe de quien le roba o le agrede. El delito es delito, y punto. Quien se salte las normas de convivencia, quien delinca, debe sentir el peso de la ley, sea de donde sea y rece a quien rece (o a nadie).

Así que no, los extranjeros no "vienen a cambiarnos". La sociedad ya ha cambiado, y ellos forman parte intrínseca de ese cambio. El temor es infundado. Lo inteligente, lo práctico y, simplemente, lo decente es aceptar esta realidad diversa y trabajar para que la convivencia sea real, basada en el respeto mutuo y en el cumplimiento de las mismas leyes para todos. Porque esos niños que nacen hoy en Almería, con padres de aquí y de allá, son el futuro. Y ese futuro, nos guste o no, ya es mestizo. Ya es nuestro.

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