Prometió acabar con la guerra en Gaza y en Ucrania en 24 horas. Así, con la chulería que solo él domina, como quien promete arreglar una gotera o devolver el recibo de la luz. "Dadme 24 horas", dijo el flamante presidente Donald Trump en campaña, y medio mundo —con ese punto de ingenuidad masoquista que aún nos queda— pensó: “Oye, igual esta vez va en serio”. Pues bien, las 24 horas pasaron a ser una semana, y también ha pasado el mes, y aquí estamos, ya bien entrados en abril de 2025 y... ¡oh, sorpresa! Las bombas siguen cayendo, los muertos siguen sumándose y Trump sigue, como siempre, echando gasolina al incendio mientras se hace selfies con la manguera.
Porque si algo ha conseguido este showman de la política, es que a falta de resolver las guerras que ya teníamos, se ha sacado de la manga una nueva: la guerra arancelaria. Una maravilla de su cosecha, un conflicto que no existía, que nadie pedía, y que ahora tiene a medio planeta al borde de un ataque de nervios y al otro medio preparando barricadas comerciales. Desde luego, si su intención era pasar a la historia, ya puede ir buscando hueco en el manual de economía como el inventor de la tormenta perfecta.
Pero, volviendo al frente de batalla de siempre, la Ucrania que según Trump "provocó a Rusia" (sí, la víctima es la culpable), sigue desangrándose. Y mientras Putin, el colega del magnate metido a presidente, aprovecha la ocasión para recrudecer la invasión con más dureza, Trump se dedica a repartir culpas a quien no le ríe las gracias y a besarle los pies a quien le invita a vodka, que hace buena combinación con la bebida que tanto le gusta.
Y en Gaza, más de lo mismo. La gran "solución" trumpiana, esa que no se atreven ni a escribir en cómics de ciencia ficción, consiste básicamente en desalojar a los habitantes de la Franja y transformarlo en un resort... eso sí, bajo control yankee y para uso y disfrute del que pague en dólares. Eso sí, ni una palabra sobre los más de 50.000 muertos. Eso no cabe en sus discursos, que bastante ocupados están ya de halagos a Netanyahu, al que parece que le han dado asiento vitalicio en la mesa de Trump.
En Ucrania quiere sus minerales críticos, en Gaza la primera línea de playa... y ojo con la que líe en Groenlandia...
Y como si con estos dos fuegos (o tres) no tuviéramos bastante, ahora le ha dado por mirar al Sahara y ponerse de parte de Marruecos al que ya beneficia con unos aranceles que perjudican a España, señalando al Frente Polisario como si fueran la reencarnación de Bin Laden. Una organización que lleva décadas pidiendo exactamente lo que las Naciones Unidas reconocen como legítimo: que el Sahara sea del pueblo saharaui. Pero claro, eso no da titulares ni favores diplomáticos, y ya sabemos que a Trump lo que le pierde es la foto y la fanfarria, no la justicia.
Prometió acabar con las guerras en una semana y lo que ha hecho es ampliarlas, recrudecerlas y, ya puestos, inventarse otras nuevas. Y mientras tanto, el mundo sigue ardiendo y Trump, como si nada, sigue cubriéndose de gloria. O de algo peor.