Resulta casi una noticia en sí misma: una administración anuncia una bajada de impuestos. Ha ocurrido la pasada semana en Almería, donde la alcaldesa, María del Mar Vázquez, comunicó una rebaja en dos tributos clave para el bolsillo ciudadano: el Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI) y el Impuesto sobre Vehículos de Tracción Mecánica, el popular "sello del coche". Un gesto, sin duda, bienvenido en tiempos de presión económica. Sin embargo, la propia justificación y el contexto general nos devuelven a una realidad fiscal a menudo desconcertante.
La alcaldesa enmarcaba esta medida en la necesidad de compensar, en parte, la creación de una nueva tasa por la recogida de basuras. Un nuevo gravamen que, según apuntaba, viene impuesto por el Gobierno de Pedro Sánchez. Si bien es cierto que la directiva europea que impulsa el reciclaje y el principio de "quien contamina paga" está detrás de esta medida, y su transposición corresponde al gobierno central, la tendencia a buscar culpables externos es un clásico de la política fiscal a todos los niveles.
Pero lo que realmente llama la atención, y trasciende el caso almeriense, es la persistente contradicción entre los discursos de eficiencia y las decisiones fiscales. Escuchamos constantemente a nuestros gobernantes –locales, autonómicos y estatales– vanagloriarse de una gestión impecable. La vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, celebra un récord histórico de recaudación tributaria para el Estado, cifras espectaculares que, según la narrativa oficial, demuestran lo bien que funciona la maquinaria administrativa y la solidez de la economía (o al menos, de su capacidad para generar ingresos fiscales), pero eso no le impide propiciar la subida de impuestos o la creación de nuevos.
En Almería misma, sin ir más lejos, el equipo de gobierno popular ha destacado en numerosas ocasiones la buena salud de las arcas municipales y el ejemplar cumplimiento de las obligaciones fiscales por parte de los almerienses. El año pasado, sin embargo, esa buena salud no impidió una subida de impuestos y tasas municipales que afectó a los presupuestos de este año.
Y aquí reside la gran paradoja que exaspera al contribuyente: si la gestión es tan eficiente, si los ingresos baten récords año tras año, ¿por qué la necesidad casi constante de subir impuestos, crear nuevas tasas o modificar normativas para que más ciudadanos acaben pagando? El ejemplo del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) es sangrante: tras sucesivas subidas (necesarias, por otra parte), muchos de sus perceptores, antes exentos por cuantía, se ven ahora obligados a presentar la declaración del IRPF al superar el mínimo, lo que en la práctica supone una mayor carga fiscal indirecta para las rentas más bajas.
Da la impresión de que cualquier argumento es válido para justificar una subida, mientras que las bajadas, como la anunciada en Almería, son excepciones tímidas y a menudo condicionadas. Se agradece el gesto de la alcaldesa Vázquez, por supuesto. Cualquier alivio fiscal, por pequeño que sea, es positivo. Pero la pregunta de fondo persiste: ¿Cómo es posible que aquellos mismos que presumen de recaudaciones históricas nos anuncien, casi sin solución de continuidad, nuevas cargas tributarias?
Falta, sobre todo, falta una justificación sólida y coherente que vaya más allá del argumento fácil o la atribución de culpas a terceros (sea el gobierno central, la Unión Europea o la coyuntura internacional). Los ciudadanos merecen entender por qué, cuando las administraciones demuestran una capacidad recaudatoria sin precedentes, la respuesta sigue siendo, demasiadas veces, pedirles un esfuerzo fiscal adicional... siempre a los mismos. Mientras esta contradicción no se resuelva con explicaciones convincentes, la sensación de que la lógica fiscal opera en una dimensión paralela a la realidad del bolsillo ciudadano seguirá creciendo.