El fundador y presidente de honor del grupo bancario cooperativo Cajamar y presidente emérito de la Fundación Cajamar apunta a Perpiñán mientras habla de los cimientos de la entidad con motivo de su medio siglo de existencia
La exposición muestra el primer libro de cuentas que abrió la que medio siglo después es Cajamar. Sorprende la letra caligráfica, precisa y a la vez bella, que recorre las líneas, tan distinta –digo en voz alta- a la que tantos tenemos hoy, acostumbrados a teclear. Es entonces cuando se vuelve hacia mi y me dice “mira”: entonces veo el índice torcido de Juan del Águila, fundador y ahora presidente emérito de la entidad cooperativa de crédito más importante de todo el Estado.
Del Águila, alto y enjuto, trajeado en negro, me enseña orgulloso el dedo que demuestra que el “gran jefe” le echaba tantas horas al trabajo como el que más, y comienza a señalar “ese es el primer crédito que concedimos y eso…” y así sigue detallándome lo que puede verse en la vitrina del Centro Cultural en el edificio de Las Mariposas. Allí puede observarse también la primera tecnología, o comoquiera que se denomine a esos extraños aparatos que debieron ser calculadoras o algo así, más desconocidas desde luego que las viejas máquinas de escribir que se ven al otro lado, y que tal vez aliviaron los dedos de alguno.
“Aquí llegaba el ‘murciano’ de turno al parralero, y le decía ‘me llevo tu uva, y ya-te-veré” cuenta Juan del Águila, quien recuerda que “alguna vez… alguna vez… hasta pagaba”. Por eso “la gente se unió en cooperativas” y él mismo, con su ‘seiscientos’, recorrió la provincia de Almería creando o reactivando cooperativas. Prueba de ese movimiento es una página del diario Ideal de la época que también puede verse, haciéndose eco de eso mismo en un reportaje.
Gracias a ellas, “gente atrevida” de aquellos agricultores “que apenas sabían escribir o leer” los que dieron el paso a la comercialización hasta “que encajaban sus productos en Finlandia, o se iban a Bilbao a darse cuenta de que aquellos pimentillos pequeñillos que no servían para nada, se vendían caros allí”. Así surgió todo, recuerda el emérito presidente de Cajamar, que luce en la solapa de su chaqueta negra la insignia de oro de la entidad.
“Esos empresarios agrícolas llegaban a un banco, se quitaban la boina, y allí se acababa todo”, narra gesticulando el proceso que, un buen día dejó de reproducirse cuando “creamos este instrumento financiero para servir su actividad”.
Para valorar lo que significó Cajamar en sus inicios hay que ponerse en la época, en los años cincuenta, “cuando venían los de Melilla y nos ganaban a todo, al fútbol, al baloncesto, y aquí no había nada más que pobreza, unos ojos de tristeza”.
Pero han pasado cincuenta años, “el mismo tiempo que Japón necesitó para construir una escuadra y hundir a la rusa”, y aunque “éramos pequeños”, los “cimientos no son de piedras sueltas, de esos primeros empleados, esos primeros consejeros, esos socios… es un bloque de hormigón armado que entrelaza todas las fuerzas de la economía agroalimentaria de Almería” y el sueño es conquistar Perpiñán.
Del Águila vuelve a ponerse nostálgico para explicar por qué quiere plantar una pica en Perpiñán, “todavía seguimos creciendo, con los nuevos rectores” porque hay un espacio que se queda sin atención “ya que debido a la contracción de la economía, la banca se encuentra más en la necesidad de cobrar más comisiones, porque cuando un producto es barato, nadie gana dinero, y hay que buscar otro producto que haga ganar dinero a la empresa”. “La banca al limitarse, va reduciendo el número de oficinas, y la banca no va a los pueblos, y son las cajas rurales las que vamos a aquellos lugares de economía menos atendida” concluye Del Águila, que considera esto “una función social de la que nos sentimos orgullosos”.
Perpiñán era el límite, y para Del Águila debería ser el punto de apoyo del gran salto, ya que “tenemos fuerza de la inercia de nuestros antepasados y no la debemos perder”.