Hay momentos en la vida en los que uno se siente transportado a los años universitarios, esos en los que creíamos que cambiar el mundo consistía en pasar más horas debatiendo en asambleas que estudiando para los exámenes. Ahora, viendo al presidente Pedro Sánchez lidiar con el "atragantado" asunto del gasto en defensa que exige la Unión Europea, no puedo evitar sonreír con nostalgia. Porque es como volver a aquella época en la que, ante cualquier disidencia, la solución era siempre la misma: crear una comisión.
Recuerdo vívidamente aquellas reuniones interminables en la Lubianka, que es como llamábamos al despacho que teníamos asignado en la quinta planta de la Facultad de Ciencias de la Información, donde cualquier propuesta de manifestación, huelga o pintada revolucionaria en el baño de profesores generaba una división irreconciliable. ¿La solución? "Compañeros, propongo que el sector crítico forme una comisión para analizar el tema y lo presente en la próxima asamblea". Traducción: "Vamos a enterrar este asunto en un pozo burocrático del que jamás saldrá, y así podremos seguir tomando cañas sin remordimientos". Las comisiones eran el cementerio de las ideas incómodas. A veces ni siquiera llegaban a constituirse; otras, si lo hacían, se disolvían en la primera discusión sobre si el orden del día debía leerse en tono épico o con voz de documental de La 2.
Pues bien, Sánchez —el eterno estudiante de posgrado en Supervivencia Política— ha resucitado aquel manual. La UE le exige llegar al 2% del PIB en defensa, sus socios de Sumar le miran como si hubiera propuesto comprar un portaaviones para ir a por el pan, y el PP, ese compañero de clase que nunca te cae bien pero al que a veces necesitas para copiar los apuntes, espera en la trinchera con una sonrisa burlona. Propongo una solución al presidente: crear una comisión, claro está.
Después de 90 minutos de charla, Sánchez destinó 44 a darle leña a Alberto Núñez Feijóo, y un cuarto de hora a Santiago Abascal, quien a su vez, y como es tónica habitual, aprovechó para atizar más a quien debía ser su aliado que su enemigo.
Ahí está la magia creativa: si incluyes el gasto en pensiones de los funcionarios civiles del Ejército, la construcción de un carril bici en una base militar o hasta los maceteros anti-CO₂ del Ministerio de Transición Ecológica en el capítulo de "seguridad", ¡voilà! Cumples con Bruselas sin que tus socios -los de izquierdas- tengan que salir a quemar contenedores. Es como cuando en la universidad aprobabas filosofía argumentando que Los Simpson eran la dialéctica hegeliana en formato sitcom. Todo depende de cómo lo vendas.
Pero aquí hay un problema: las matemáticas no entienden de relato. La UE quiere euros reales en tanques, aviones y chalecos, no en geranios para el cuartel. Y Sánchez, mientras, hace malabares con las palabras, como un poeta frustrado que intenta rimar "paz" con "misil". Su estrategia es digna de un máster en Filosofía de lo Absurdo: prometer que se cumplirá el 2%… pero más tarde, más tarde, cuando las condiciones estén maduras, el cielo esté despejado y sus socios hayan encontrado otro motivo para montar una huelga.
Mientras tanto, la comisión que propongo al presidente daría para unos mesecitos. ¿Quién la formará? ¿Qué criterios usará? ¿Se reunirá en La Moncloa o en un grupo de WhatsApp? Da igual. Lo importante es que, mientras se habla de la comisión, no hay que tomar decisiones. Es el mismo principio que aplicábamos en la universidad: si alargas lo suficiente el proceso, el problema se esfuma solo (o lo hereda el siguiente curso). Eso sí, con un par de diferencias: aquí no hay bedeles que nos echen del aula a las diez de la noche, y el presupuesto de España no es una pizza entre cuatro.
Al final, todo se reduce a una verdad incómoda: Sánchez necesita al PP para sacar esto adelante, pero admitirlo sería como confesar que, en el fondo, la asamblea universitaria solo servía para perder el tiempo, y que si lo hacen en Defensa, también podrían hacerlo con los Presupuestos Generales del Estado. Y eso, en política, es pecado mortal. Así que seguiremos en el limbo, entre informes que nadie leerá y reuniones pospuestas, mientras el presidente nos recuerda que, a veces, gobernar es como hacer un trabajo en grupo: la mitad finge que colabora, y la otra mitad ni eso.
Echo de menos aquellos días en los que creíamos que las comisiones eran solo cosa de estudiantes. Ahora, al menos, tenemos claro algo: la única defensa que no falla en este país es la de posponer lo inevitable.