Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España, ha convertido el incumplimiento de la Constitución en una práctica recurrente. Su última decisión —evitar la presentación de los Presupuestos Generales del Estado (PGE) para 2025— no solo refleja una estrategia política calculada, sino también un desdén hacia el marco legal que debería regir su mandato. Este hecho no es aislado: se inscribe en un patrón de actuaciones que, amparadas en la ausencia de consecuencias jurídicas, erosionan la democracia.
La Constitución Española de 1978 es clara en su artículo 134: el Gobierno debe presentar los PGE ante el Congreso «al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior». El texto no contempla excepciones ni atajos. Sin embargo, Sánchez, anticipando su rechazo en el Parlamento, opta por no presentarlos, evitando así una derrota política. La maniobra, aunque astuta, vulnera el espíritu y la letra constitucional: la norma exige transparencia y sometimiento al control parlamentario, no su elusión por conveniencia.
Es cierto que gobiernos anteriores han recurrido a prórrogas presupuestarias, pero siempre tras un rechazo explícito del Legislativo. La clave está en que la Constitución prevé la extensión de los presupuestos previos cuando no se aprueban los nuevos, no cuando el Ejecutivo omite presentarlos. Sánchez no está en un escenario de bloqueo parlamentario, sino de evasión deliberada. Esta distinción es vital: al no someter su proyecto a votación, debilita el papel de las Cortes Generales como garante del equilibrio de poderes.
Ya está pensando el PSOE en abordar directamente los de 2026, como si fuese diferente. La conformación parlamentaria será la misma el próximo año, y por tanto, el resultado será el mismo. En siete años de presidente, solo ha logrado aprobar tres PGE.
El Tribunal Constitucional ya señaló en 2021 que el Gobierno infringió la Carta Magna al decretar el primer estado de alarma sin ajustarse a los requisitos legales. Aquella sentencia, simbólica y sin efectos prácticos, sentó un peligroso precedente: las violaciones constitucionales no tienen coste político ni jurídico. Sánchez ha interiorizado esta lección. Hoy, como entonces, actúa bajo la certeza de que la falta de mecanismos sancionadores convierte la Constitución en un texto ornamental.
Que lejos quedan aquellas palabras suyas dedicadas a Mariano Rajoy, de que sin PGE hay que dimitir. Él, ni los presenta.
El problema trasciende a Sánchez. Cada incumplimiento sin consecuencias normaliza la idea de que las normas son negociables. Cuando un Gobierno ignora sus obligaciones constitucionales —ya sea en materia presupuestaria o en el uso de figuras excepcionales como el estado de alarma— socava la confianza en las instituciones. La democracia se resiente cuando las reglas se aplican de forma selectiva.
Pedro Sánchez no es el primer líder en aprovechar los vacíos del sistema, pero su recurrencia en estas prácticas marca un punto de inflexión. La Constitución, para ser respetada, necesita más que buenas intenciones: exige mecanismos que disuadan su incumplimiento. Mientras ello no ocurra, seguirá siendo papel mojado en manos de quien prefiera el atajo al deber. La pregunta no es si Sánchez volverá a saltarse la norma, sino cuántas veces más la sociedad permitirá que lo haga sin pagar un precio.