Recientemente, el mundo del entretenimiento en España ha sido el epicentro de un debate que, lamentablemente, no es nuevo pero que sigue generando polémica y confrontación. La entrega de los premios Goya, el reconocimiento máximo del cine español, se vio ensombrecida por un pasaje del terror estilista en su photocall, mientras que las declaraciones del vicepresidente de Castilla y León, Juan García-Gallardo (Vox), cuestionando las subvenciones al cine han vuelto a poner sobre la mesa la dicotomía entre el apoyo estatal al séptimo arte y a la tauromaquia.
Es interesante observar cómo desde ciertos sectores, especialmente desde una derecha que abraza la caspa como si fuera insignia de honor, se busca constantemente cuestionar las subvenciones al cine mientras se aplauden fervientemente las destinadas al mundo de las corridas de toros. Este doble rasero, esta contradicción ideológica en el trato a las industrias culturales, no hace más que resaltar la falta de coherencia en los discursos políticos y sociales.
En primer lugar, es necesario reconocer que determinar la cantidad de dinero público que recibe el mundo de la tauromaquia es una tarea opaca y difícil, porque crean que lo he intentado. Sin embargo, es evidente que sin este apoyo, el espectáculo taurino no sería viable en su forma actual. Por otro lado, en el caso del cine, aunque también recibe subvenciones significativas, la rentabilidad y el éxito de las películas son variables mucho más visibles y medibles. Aunque es cierto que no todas las películas son un éxito de taquilla, debemos recordar que la calidad cinematográfica no siempre se traduce en cifras de ingresos.
El dinero público permite una multitud de festejos taurinos absolutamente insostenibles (cesiones gratuitas de instalaciones, compra de entradas con dinero público... las formas son muy diversas), porque solo media docena de ellos en toda España podrían generar beneficios por sí mismos, exactamente lo mismo que ocurre con las películas.
Ahora bien, conviene recordar que el sector audiovisual en España ocupa un 0,72% del PIB en España, es decir, unos 8.400 M€ y mueve unos 72.000 empleos, y el volumen total de subvenciones es de 167 millones para este año, que éstas solo se destinan a cubrir una media del 50% del coste presupuestado para la producción, por lo que la otra parte ha de ponerla el productor... y si la película no funciona, si el Estado pierde, él también.
A no ser que... como sucedió allá por 2015, el Ministerio de Cultura reclame la devolución de las ayudas a 42 películas subvencionadas desde el año 2012. Al parecer, se produjo un fraude entre productoras y exhibidoras, y acabó en manos de la Fiscalía, el Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA). Para ver la magnitud del presunto engaño -no he encontrado información de cómo acabó ésto- suponía el 28% de las receptoras de ayudas.
Lo que resulta aún más llamativo es que en lugar de cuestionar si estas industrias deberían recibir subvenciones o no, el debate se centra en qué sector debería ser subvencionado y cuál no. Más allá de esta discusión, parece haber una tendencia a asociar la afición por el cine con una oposición automática a la tauromaquia, y viceversa. Esta polarización es innecesaria y limitante, porque hay películas malísimas y pésimas corridas regadas con dinero público.
Personalmente, considero que la tauromaquia es una práctica cruel y anacrónica que debería ser abolida en el siglo XXI. Insisto, esa es mi posición, sin embargo, esto no implica que aquellos que disfrutan de las corridas de toros no puedan apreciar una buena película, y viceversa. No me puedo creer que ningún torero haya ido al cine... pero sí me creo que muchos actores no hayan pisado un coso taurino, y por mucho que Joaquín Sabina presumiera de taurino, estoy convencido de que lo hacía más por incomodar que por afición real, mientras que Federico García Lorca lo hacía por la plasticidad, o Hemingway por el primitivismo ancestral que desprende.
En última instancia, el debate sobre las subvenciones al cine y a la tauromaquia debería centrarse en cuestiones en las que resulta más fácil ponerse de acuerdo, por ejemplo, en si deben o no recibir dinero público dos sectores que presumen a la vez de tener gran respaldo social, de generar mucho empleo, de ser baluartes culturales...