Desde que existe energía interna, dinámica atmosférica, corrientes marinas y otros efectos añadidos como evento Carrington, evento Miyake, colisión de asteroide, brote de radiación cósmica… la Tierra ha sufrido cambios dramáticos hasta llegar a extinciones masivas de flora y fauna. Estos eventos ya se han producido y seguirán produciéndose. La última glaciación (enfriamiento global) dará paso a la siguiente en unos miles de años. Entretanto llega el frío, tendremos, como es lógico, calor. Es así de sencillo. Son periodos de calor/frío y frío/calor.
La última glaciación (Würm/Wisconsin) fue hace 12 000 años y, afortunadamente, faltan otros tantos para el siguiente y helador episodio. Mientras tanto, el clima planetario es templado y funde el hielo en los polos y glaciares. Es totalmente normal, cíclico e inapelable; pero nos empeñamos en generar una alarma climática “artificial” inexistente, aunque con evidentes intereses políticos, sociales y económicos.
Con la presencia del hombre en el planeta se han producido cambios evidentes y esto es irrefutable. La agricultura, la ganadería, el urbanismo, la minería, el arte y la ciencia; en definitiva, toda actividad humana deja su impronta en la naturaleza. Recordemos la famosa huella antropogénica en las fotos tomadas desde el espacio de los invernaderos almerienses.
Unas veces la actividad humana es para bien (limpieza, descontaminación, reforestación, protección de especies…) y otras, las consecuencias son nefastas (guerras, vertidos tóxicos, industrias contaminantes, basuras, vertederos, desguaces…). La actividad humana es reconocible desde que la especie se tornó dominante y depredadora del planeta, con la cualidad exclusiva de lo que se ha dado en llamar inteligencia (¿?).
Allá donde existen asentamientos humanos hay transformación. Esta trasformación no es climática, es medioambiental. La influencia humana se deja sentir en entornos urbanos y en explotaciones industriales: minería, agricultura, pesca, ganadería, turismo… y todo tipo de actividades fabriles que implican un gran aporte de recursos: energía e infraestructuras. Igualmente, las actividades industriales conllevan la indeseable faceta de los residuos y la contaminación medioambiental. Pero es la actividad cotidiana la que presenta mayores problemas en los asentamientos de mayor concentración.
Las basuras, la alta demanda de energía, el desmesurado consumo de agua y las emisiones de la automoción concentradas en las urbes son el precio que hay que pagar a cambio de vivir en ciudades que nos proveen de “comodidades” y amplios servicios comerciales, culturales, educativos, sanitarios, laborales… Las grandes ciudades ofrecen excelentes oportunidades, pero se convierten en un infierno para la calidad medioambiental, la movilidad y el estrés psicosomático.
No es cambio climático, es incidencia medioambiental. Esta confusión, intencionadamente instilada por la secta climática, desvía de toda responsabilidad a los dirigentes políticos y a los magnates involucrados en el negocio climático. Ellos, junto a la legión de activistas y prosélitos, criminalizan la disidencia impregnándola de negacionismo, terraplanismo y fascismo. Así, no es de extrañar que aparezcan aseveraciones tan rotundas: «El cambio climático mata», «el negacionismo mata». Sentencias que, pronunciadas con rotundidad desde los pedestales del poder, inducen al sentimiento de culpabilidad de los menos avisados. No obstante, el refuerzo del aviso es un clamor mayoritario en los medios de comunicación afectos al nuevo régimen de la Agenda 2030.